martes, 24 de septiembre de 2013

CAPITULO I


Un intenso aroma a canela se filtró por la rendija de la puerta de la biblioteca, invadiendo de a poco todo el amplio espacio, llegando hasta el pequeño rincón junto a la estantería de libros de literatura antigua, donde Elisa yacía cómodamente sobre el mullido sillón de terciopelo verde que estaba a un costado, casi como escondido y completamente fuera del ángulo de visión de quien entrara a la biblioteca. Ese era su escondite predilecto, ahí se refugiaba cuando quería desconectarse del mundo y de su madre principalmente, la cual, por cierto, tenía ya bastante rato buscándola incansable por la enorme mansión; tenía a toda la servidumbre afanada en encontrar a su rebelde hija. Sus desmesurados gritos habían llegado a los tímpanos de Elisa, pero ella había hecho caso omiso, no tenía ánimo de escuchar las peroratas frívolas de su madre, así que se concentró más en la lectura del diminuto libro de pasta roja con ribetes negros que sostenía entre sus delicadas manos e hizo como que no escuchaba los incansables llamados. Pero a lo que sí no podía ser inmune era al olor de la leche bronca hervida con canela, eso sólo podía significar una cosa… Como si sus pies obedecieran la orden directa de sus fosas nasales, Elisa se puso de pie cuando aspiró profundamente y con los ojos cerrados el penetrante olor a canela. Salió de la biblioteca y con ágiles y rápidos pasos entró a la cocina. Su nana estaba frente a la estufa, con la mano derecha movía enérgica y rítmicamente un cucharón de madera dentro de una olla de barro, giraba en un solo sentido, según era la costumbre, porque se creía que hacerlo hacia el otro lado cortaba la preparación. Elisa esbozó una enorme sonrisa y se relamió los labios, no se había equivocado, su nana cocinaba jericallas, el suculento postre jalisciense hecho a base leche bronca, yemas de huevo y canela… su favorito.

 -A comer y a misa, una vez se avisa… ¿Verdad, mi niña? –Exclamó la sabia nana sin ni siquiera mirar hacia la puerta, ya sabía que ahí estaba Elisa-.

-Tú y tus sabios dichos, nana, pero mejor no lo pudiste decir –señaló Elisa-. Bien sabes que no puedo resistirme a la jericalla que preparas, es mi dulce veneno –respondió juguetona Elisa y se paró junto a su nana, siguiendo con la mirada los rítmicos movimientos de la cariñosa señora-.

-Bien lo dijo tu madre: “Esa hija mía sólo saldrá de su madriguera si huele a leche hervida con canela” –se mofó, imitando la estirada voz de la madre de Elisa-.

-¿Me has tendido una trampa, nana? –inquirió suspicaz-.

-Sólo obedecí órdenes, mi niña –admitió pesarosa la santa señora-, ya sabes como es tu madre cuando no se hace lo que pide en el momento que lo pide…

-Tienes razón –suspiro Elisa y se sentó sobre la tabla de la cocina mirando hipnotizada el espeso líquido de la cacerola-, es insufrible… ¿y para qué me quiere? ¿Tú sabes?

-¡Bájate de ahí, Elisa! Es impropio de una señorita de sociedad encaramarse de esa forma en un tablón –unos pasos elegantes y estudiados se escucharon entrar en la cocina, eran de Doña Eugenia, la madre de Elisa- ¿Dónde te habías metido? Tengo horas buscándote por todos lados…

Elisa lanzó una mirada significativa a su nana, ella entendía a la perfección lo que su niña sentía respecto a su madre, siempre que la necesitaba era para algo que sería desagradable para ella. Su madre y Elisa parecían venir de planetas distintos, sólo tenían en común el lazo sanguíneo, fuera de eso, nada.

-¿Qué necesitas, madre? –inquirió lacónicamente-.

-En media hora llega la emisaria de Doña Margueritte Rostan con todos los vestidos que encargamos en la capital–el pecho de Doña Eugenia se inflamó de orgullo, era un honor que tan famosa diseñadora le hiciera los vestidos a ella y a su hija, y que además los enviara a casa, eso era una distinción que pocos habían gozado, tan sólo las damas más importantes de la sociedad mexicana tenían dicho privilegio-.

Cuando de moda y clase se hablaba, sólo un nombre podría salir a flote: Margueritte Rostan. Ella era la encargada del departamento de Alta Costura de la más prestigiosa y exclusiva tienda de la capital Mexicana: El Palacio de Hierro, que había abierto sus puertas el siglo pasado y se había posicionado entre lo favorito de la elite de la sociedad. Todas aquellas damas que querían ser consideradas finas y elegantes se mandaban a hacer sus trajes y vestidos a esta tienda. Por supuesto, Doña Eugenia Rivadeneira de Corcuera no podía ser la excepción, para ella las apariencias lo eran todo, su frivolidad no tenía límites. Elisa, su hija, era todo lo contrario, a ella le daba igual; con que el vestido fuera cómodo y lindo le era más que suficiente, quién lo había costurado y cuánto había costado eran cosas que la tenían sin cuidado.

-Madre, no comprendo por qué debo estar presente –farfulló Elisa en tono cansino-, sólo vienen a entregar los dichosos vestidos esos…

-Tienen que medírtelos para ver si te calzan perfectos, ellas son muy profesionales –Doña Eugenia hizo un gesto de desesperación al ver la cara de fastidio de su única hija-.

-No me interesa, madre… Es más, odio esos vestidos, sigo sin comprender por qué las mujeres debemos usar tantos volantes y telas y fajas… es un fastidio, deberíamos poder vestir pantalones, son mucho más prácticos…

A Doña Eugenia se le transfiguró el rostro ante las insolentes declaraciones de Elisa. Levantó la mano en son de emitir una perorata y exclamo con voz firme y estricta:
-Te vas a medir esos vestidos y es mi última palabra…

Ese tono de voz no dejaba pie a ninguna réplica. Elisa frunció el ceño y agachó la cabeza, sabía de sobra que cuando su madre se enojaba podía irle muy mal, así que se mordió la lengua y sintió cómo el fuego de sus punzantes argumentos le quemaba la garganta al tener que detenerlos en ella, las palabras agolpadas y reprimidas le provocaron un fuerte acceso de tos.

 -Como usted mande, madre…

-Eso está mucho mejor –sonrió satisfecha Doña Eugenia-. Sube a tu habitación a refrescarte, te espero en el salón en 20 minutos, ni uno más ni uno menos…

Elisa se encaminó a la salida de la cocina y cuando estaba a punto de cruzar, su madre la paró en seco.
-Antes de que se me olvide, recuerda que en la noche es el baile anual del 1º de septiembre de los Fernández del Valle, te agradecería que te comportaras como la señorita decente que se supone que eres, no quiero que emitas ninguna de esas ideas tuyas de mujeres usando pantalones y demás sandeces –hizo una pausa y miro fijamente a su hija-, y guárdate tus opiniones sobre políticas y otras cosas, las mujeres no deben hablar de esos temas, recuerda que una dama sólo debe escuchar y sonreír, no conseguirás marido si te comportas tan irreverente como sueles hacerlo aquí en casa.

La voz de su madre fue peor que una bofetada. Elisa odiaba todos esos convencionalismos sociales, cuidar las formas, las maneras y las palabras. Ella era espontánea y culta, le gustaba compartir lo que leía y lo que opinaba sobre todo, el intercambio de ideas en una conversación era enriquecedor para el conocimiento, no comprendía, ni lo haría nunca, por qué las mujeres no debían participar en dichos debates. Pero tampoco quería discutir con su madre cuando estaba así de intransigente, siempre salía perdiendo, por lo que resignada asintió con la cabeza y siguió su camino al piso superior de la casa, donde se encontraban sus aposentos.

-¿Qué voy a hacer con ella? –Preguntó Doña Eugenia a la nana de Elisa, que había permanecido en silencio, y sólo atinó a encogerse de hombros ante la pregunta de la señora- Esta hija mía va a matarme de un coraje, pero lograré controlarla, meteré a esa oveja descarriada en cintura, no importa cuánto me cueste hacerlo –declaró categórica-.

-Podrá reprimirla, más nunca doblegará su espíritu, señora –arguyó sabiamente la nana Chata-.

Doña Eugenia le clavó una fría mirada a la anciana señora, no le gustaba en lo más mínimo sus respuestas insolentes, pero se las aguantaba por consideración a su edad y a los años que tenía trabajando para su familia. Engracia Martínez (esa era el nombre de la nana Chata), también había sido su nana. Había llegado a la casa de sus padres cuando sólo tenía 15 años, tenía toda su vida al servicio de la familia Rivadeneira, imposible despedirla, aún con sus respuestas irónicas y sardónicas la nana Chata era inamovible de su puesto, de una u otra manera formaba parte de la familia.

-No digas sandeces, Engracia –tenía mucho que no la llamaba nana, casi desde que se casó-, mejor ve a vigilar a esa oveja descarriada que tengo por hija, no quiero que por su culpa quede mal con las distinguidas modistas.

La nana chata hizo una mueca y se encogió de hombros, odiaba cómo su patrona trataba a su niña Elisa.

-No puedo, señora… Estoy haciendo las jericallas que me ordenó.

Doña Eugenia torció el gesto y no le contestó nada, las palabras estarían de más, esa declaración de la nana Chata era determinante, qué señora más necia e irreverente, pensó para sus adentros, otra con quien tampoco no sé qué haré con ella. Soltó el aire fuertemente para mostrar su enfado y furibunda salió de la cocina para seguir a su hija hasta su habitación, la conocía perfectamente bien, de sobra sabía que por más dócil que pudiera mostrarse, Elisa era rebelde por naturaleza y odiaba todo los estrictos protocolos de la sociedad, más le valía vigilarla de cerca antes de que se escabullera de nuevo a algunos de los muchos escondites que tenía repartidos por toda la casa.

A las cuatro en punto de la tarde, el sutil sonido del timbre de la mansión de los Corcuera Rivadeneira retumbó por las paredes haciendo eco hasta el suntuoso salón donde Elisa estaba correctamente sentada junto a su estirada y, en ese justo instante, ansiosa madre, quien al escuchar el inconfundible “tilín” del timbre se paró de golpe como movida por algún mecanismo interno parecido a un resorte.

-Han llegado –exclamó vehemente y se acercó a la puerta, mirándola detenidamente con el corazón en la mano, sabía que un instante entrarían a avisarle de la prestigiosa visita-.

Elisa hizo una mueca poco propia de una dama al ver el alborozo que su madre armaba, no entendía por qué estaba tan emocionada por medirse unos cuantos vestidos, podrá ser muy elitista la tal modista, pero para ella no era nada sobresaliente, tan solo un montón de telas y holanes, nada del otro mundo.

Toc, toc…

-Adelante –contestó Doña Eugenia con la voz aguda de la emoción-.

Una de las doncellas entró con paso suave y mesurado, tal cual la habían instruido, la servidumbre en una casa de buena familia debía seguir las formas al pie de la letra, ser atenta, educada y prudente.

-La Señora Margueritte Rostan ha llegado, Doña Eugenia –exclamo lacónica la joven-.

Los ojos de la madre de Elisa se abrieron tan descomunalmente que por un momento parecía que podían salirse de sus órbitas, estaba completamente atónita y eufórica; por su rostro el color iba y venía como un caleidoscopio. Era tal la emoción de Doña Eugenia que por un segundo estuvo a punto de perder su tan estudiada compostura. Al sentir los ojos de su hija sobre ella, sorprendidos por la reacción tan fuera de lo normal, se obligó a serenarse, cuadró los hombros, respiró profundo y aclarándose la garganta le dijo a la doncella:
-Hazla pasar, por favor, y en seguida trae el servicio de café y té… y no olvides las pastas y galleticas de fábricas de Francia, son las más finas y deliciosas.

-¿Qué te pasa, madre? Es la primera vez en mi vida que por un instante te vi vulnerable –señaló en tono sarcástico Elisa-, es más, por una milésima de segundo hasta creí que eras humana –añadió, aguantándose la risa-.

La mirada de Doña Eugenia cayo gélida sobre Elisa, el comentario no le había hecho la más mínima gracia.

-Espero que controles esa lengua irreverente tuya y te comportes delante de la Señora Margueritte- masculló entre dientes y agregó en un tono cortante y despiadado-: si no quieres que me vea en la necesidad de pasarle a tu padre la cuenta de tus fechorías –sonrió maliciosa- ya sabes lo estricto que es, y si a mí no me obedeces, seguro a él, sí.

Elisa palideció. Si había alguien sobre la faz de la tierra que le infundiera temor al grado de dejarla paralizada, ese, sin duda, era su padre. Su voz autoritaria y su mirada imperturbable eran capaces de poner a temblar a la fuerte y rebelde Elisa. De niña, cuando la regañaba o castigaba o incluso, le pegaba, ella salía corriendo a esconderse temblorosa bajo los protectores brazos de su nana. En un principio intentó guarecerse de la ira paterna con su madre, pero ella, en vez de consolarla, la reprendía, aduciendo a que algo habría hecho para merecer el coraje de su padre. Así, a una muy corta edad, Elisa comprendió que sus padres no sentían el más mínimo cariño hacia ella, es más, en su fuero interno sospechaba que hasta la odiaban. Todo el amor maternal que necesitó de niña lo encontró en su nana, ella siempre le ha profesado el cariño y devoción de una amorosa madre.

Durante la siguiente hora, Elisa tuvo que emitir sonrisas acartonadas y soportar estoicamente las frivolidades de su madre y sus exagerados elogios a la tal Margueritte, la cual los recibía con un gesto desdeñoso, como si cada palabra que emitía Doña Eugenia no fuera suficiente para justificar la enorme deferencia que había hecho hacia ella al traerle en persona los vestidos.  En innumerables ocasiones estuvo a punto de salir corriendo del salón, estaba más que asqueada ante tanta falsedad, pero la amenaza de su madre flotaba sobre ella como una nube negra que auguraba tormenta, no quería tentar a la suerte, así que resignada se probó uno a uno los muchos vestidos y además tuvo que decir una que otra palabra agradable cuando se los probaba. Lo más difícil fue cuando le midieron el vestido para el baile de la noche, se sentía incómoda portándolo, no era feo, pero para su gusto, era demasiado ostentoso y llamativo. El corte estraple le agradaba, pero tanto recogido se le hacía innecesario y ni qué decir del brocado de la tela, era demasiado excéntrico, pero aún así, ante la expectante mirada de su madre y la famosa diseñadora tuvo que emitir algunas palabras de agrado y atornillarse la sonrisa más falsa de la historia, lo cual no dejó convencida ni a la una ni a la otra, pero entusiasmo, eso sí que no lo podía aparentar, no era tan buena actriz.


Mientras Elisa sufría esos angustiantes momentos en el salón familiar, en otra parte de la ciudad, el destino movía sus hilos preparando una emboscada que le cambiaría la vida.

En una mansión de líneas arquitectónicas elegantes y señoriales, ubicada en la calle Libertad de la lujosa colonia Americana, vivían los Metzger. Degustando el café de la tarde, en la gran sala privada de la familia, se encontraba Doña Carlota y Don Gerald, con su apuesto hijo Damián. El ambiente entre ellos era relajado, de verdadero cariño fraternal y armonía familiar. Los Metzger eran el vivo ejemplo de una familia unida, sólo eran tres sus miembros, pero no necesitaban más.

-¿Tengo que asistir al baile de hoy, padre? ¿De verdad? –inquirió Damián con un dejo de fastidió en la voz-. Sabes que odio esos formalismos de la sociedad de esta ciudad, además esos bailes son para encontrar esposa y yo no estoy interesado en casarme en este justo momento…

-Y aunque lo estuvieras hijo –le interrumpió su madre-, sabes que debes casarte con una mujer alemana y a esos bailes acuden pocas…

-No nos interesa que vayas por ese motivo, hijo mío –terció amablemente su padre-. En esas reuniones también se conciertan negocios, es importante para la imagen de empresas Metzger que te vean en esos eventos, recuerda que las apariencias lo son todo en esta ciudad.

Damián se encogió de hombros y asintió con la cabeza. No le gustaban en lo absoluto esos eventos, para él no eran más que una civilizada exposición de ganado, donde los padres llevaban a sus hijas para ponerlas en escaparate para que los jóvenes solteros y ricos pudieran admirarlas y elegir a la suya. Un acto meramente comercial que lo consideraba de lo más mezquino. Sin embargo, no le quedaba más remedio que asistir, jamás había eludido una responsabilidad y si su padre creía que ir a la dichosa fiesta implicaba beneficios para la empresa, él no podía dejar de asistir. Su familia y su empresa antes que nada.

-Si no hay más remedio y lo consideras idóneo, iré padre –exclamo lacónico y agregó-: Y cambiando de tema a cosas más importantes, ¿qué piensas de la invasión de Alemania a Polonia? Hoy ha sido noticia en todos los periódicos del país. Y además Francia e Inglaterra ya anunciaron su declaración de guerra.

-Era algo inevitable, hijo. Nuestra tierra quedó devastada y mancillada con los acuerdos firmados en el Tratado de Versalles y en dicho acuerdo, entre tantos actos leoninos en nuestra contra, se entregó el corredor de Dantzig a los polacos ¡Un territorio alemán! –Gerald Metzger se quitó las gafas y las limpió con un fino pañuelo de lino-, el resentimiento quedó bajo la piel, sólo era cuestión de tiempo para que se desatara otra guerra, el orgullo germano tenía que emerger y qué mejor que sea de la mano de un hombre tan astuto e inteligente como Adolfo Hitler.

Gerald y Carlota Metzger vivieron en carne propia la desolación y las penurias que tras la guerra anterior se habían instalado en su amada Alemania. Los aliados habían hecho responsable a su país del conflicto armado que terminó en 1918 y se repartieron el botín, dejando a una Alemania hundida en la miseria, desmembrada, mancillada y deshecha. Ellos habían emigrado a México por esos motivos, no tenían para dónde hacerse, además que temían lo que ya estaba ocurriendo, otra guerra. Durante todos los años de las décadas de los 20 y 30, en el corazón de los germanos se estableció un férreo rencor que tan sólo necesitaba ser liderado para levantarse en armas y reclamar lo que se les había quitado. Hitler era, en ese momento, el líder que tanto esperó el pueblo Alemán. El día había llegado, la revancha había comenzado.

Los Metzger siguieron conversando un rato más sobre el tema, a ellos les interesaba sobre manera, tenían un agudo sentimiento de patriotismo arraigado en el alma. Habían acogido a México como país temporal, le tenían cariño por haberles dado refugio en el peor momento, algo que le agradecerían toda la vida. Pero en su interior seguía latiendo firme su amor germano, en sus venas corría la pasión y la entrega por su tierra, por su Alemania querida que los vio nacer, a los tres.

Al final de sus intercambios de ideas respecto del bombardeo sobre Polonia y el inicio de la guerra, acordaron no comentar absolutamente nada durante la fiesta, era mejor mantener su opinión en prudencia, seguro la mayoría tendría una postura en contra de las acciones bélicas y de la invasión de Alemania sobre Polonia, y su opinión estaría inclinada en contra de su país.

-Al ser Alemania quien inició, todos estarán de acuerdo en que es el “malo de la película”-exclamó Gerald Metzger- aún sin conocer el trasfondo, su balanza se va a inclinar hacia los contrarios… Nos precede la fama de villanos, por desgracia.

-Si alguien nos preguntara qué pensamos al respecto, ¿qué responderemos, querido? –Preguntó Doña Carlota, un tanto preocupada-.

-Nos saldremos por la tangente dando evasivas –dijo, Gerald, en tono lacónico-, es mejor ser tachado de indiferente a que piensen que estamos a favor de las acciones de nuestra Alemania, eso podría repercutir en el negocio –El patriarca Metzger se quedó mirando hacia la nada, una inquietud se abría paso en su corazón-. Presiento que está guerra nos afectará tarde o temprano, nuestra vida no será la misma a partir de hoy, así que es mejor actuar prudentemente.

Doña Carlota y Damián se lo quedaron mirando un tanto extrañados por el gesto preocupado que surcó su rostro, pero no dijeron palabra alguna, ellos respetaban las decisiones de Gerald Metzger, las cuales siempre habían sido a favor de su familia, todas sus acciones estaban encaminadas a proteger a su mujer y a su hijo, así había sido siempre y hasta ahora no se había equivocado. Él era la cabeza de la familia y sabía lo que más convenía hacer, de eso estaban seguros tanto Doña Carlota como Damián, por eso siempre habían obedecido sus órdenes y seguido sus consejos.

La noche cayó en la capital Jalisciense, suave y serena. El sol se ocultó en el horizonte haciéndole reverencia a la imponente luna que se alzó brillante, esplendida y repleta en el manto estelar acompañada de las titilantes estrellas. Una fresca brisa de finales de verano se sentía en las mejillas de los pocos transeúntes que aún caminaban por las aceras de las empedradas calles. Y en la impresionante casa de los Fernández del Valle, al final de la exclusiva calle Laffayette, todo estaba provisto y dispuesto para recibir a sus distinguidos invitados. Como cada año sin falta, el primero de septiembre la familia tiraba la casa por la ventana y haciía gala de sus mejores dotes de anfitriones, el matrimonio formado por Catalina del Valle y Ricardo Fernández del Castillo celebraba su aniversario de casados, y lo que debía ser un festejo íntimo entre ellos lo habían convertido en un pretexto para derrochar y denotar su posición económica y social. Su cena-baile era el evento más esperado en todo el año por la sociedad tapatía, lo cual era motivo de orgullo para el estirado y elitista matrimonio.



Enfundada en el incómodo y elegante vestido, Elisa cruzó el umbral de la puerta de la mansión de los Fernández del Valle. Traía la palabra fastidio impresa en su rostro, escondida detrás de la falsa sonrisa que su madre le obligó a esbozar. Doña Catalina y Don Ricardo los recibieron efusivos y con palabras de aprecio, las cuales a ella le parecieron de lo más hipócritas. En seguida los hicieron pasar a la sala de estar donde ya se encontraban muchos de los invitados, la más rancia sociedad de Guadalajara se encontraba ahí reunida. Después de pasar los obligatorios saludos con los presentes, la familia Corcuera Rivadeneira procedió a comportarse como era lo indicado en esos eventos: Don Fernando se alejó a la esquina del salón, donde los señores estaban reunidos degustando coñac y conversando sobre el tema del día: el inicio de la guerra en Europa. Doña Eugenia se acercó a las demás señoras casadas, sentadas en los elegantes sillones junto a la ventana, ahí la plática era otra, se hablaba de modas y demás frivolidades. A Elisa le correspondía acercarse al grupo de jóvenes en edad de merecer que estaban de pie en el extremo derecho del salón, junto al piano, donde una de ellas deleitaba a la concurrencia tocando una delicada pieza de Mozart. Más que aburrido, insufrible, pensó Elisa, quien de buena gana se hubiera sentado con los señores y debatido apasionadamente su opinión sobre los temas interesantes que ellos platicaban, pero le tocó ser mujer, soltera y joven, por lo que se tenía que resignar a escuchar a sus contemporáneas hablar de muchachos y galanes de cine, sus temas favoritos.

Para distraerse de tantas banalidades que decían las jovencitas a su alrededor, Elisa se puso a observar el inmenso y suntuoso salón. Su vista viajaba perezosa, iniciando en el enorme y desproporcionado candelabro que pendía del techo; parecía una araña gigante bañada de oro e iluminada con pequeños foquitos, y en ese momento comprendió por qué las llamaban de esa vulgar manera, no son más que unas arañas doradas, pensó divertida. Se fijó en las pesadas cortinas de terciopelo color granate que caían desde el techo hasta el alfombrado piso, estaban de moda, pero a su gusto eran demasiado ostentosas, además guardaban muchísimo polvo, limpiarlas debería ser una tarea titánica para la pobre servidumbre encargada de hacerlo. Sin embargo, lo que sin duda más la impresionó y no de la mejor manera fue la exagerada chimenea de mármol blanquecino frente a la cual estaban reunidos los caballeros; era la cosa más espantosa que había visto Elisa en toda su vida, rezumaba mal gusto por todos lados, no entendía cómo todos la podían admirar, para ella era un armatroste de proporciones innecesarias y los rebuscados adornos, muy al estilo rococó, eran lo que más la disgustaban, para ella era un exceso de lujo que rayaba en lo ridículo.

Sus ojos siguieron vagando distraídos de aquí para allá, en el suntuoso y enorme salón sin prestar realmente atención a nada en especial, hasta que se vieron capturados y atraídos por un par de centellantes ojos azules que la miraban con insistencia, y cuando al fin se cruzaron con los suyos le sonrieron galantemente. Las mejillas de Elisa no tardaron en teñirse de un tenue rubor rosado, no entendía por qué, pero esa mirada la perturbaba, agradablemente. Era tan intenso el imán que ejercía sobre ella que fue incapaz de mirar hacia otro lado, pareciera como si todo a su alrededor se hubiera desvanecido y sólo estuvieran ella y el dueño de tan penetrante mirada. Damián, quien era el caballero de los ojos azules, sintió exactamente lo mismo.



Movidos por una fuerza sobrenatural, sus pies empezaron a avanzar, buscaban acercarse ignorando las estrictas reglas que la sociedad dictaba sobre el comportamiento de los caballeros solteros y las damas casaderas: “En una fiesta jamás deben acercarse ni hablar antes de la cena, ya tendrán la oportunidad de conocerse a la hora del baile y con el permiso del padre de la jovencita”. Por fortuna, cuando estaban a menos de tres metros de distancia, el aviso del mayordomo de que ya podían pasar a la mesa rompió el sopor en el que estaban sumergidos y evitó la hecatombe social que hubieran ocasionado de haber caminado unos cuantos pasos más.

Como era la costumbre, los lugares estaban previamente asignados y sobre cada plato yacía una diminuta tarjeta blanca que tenía escrita con una fina caligrafía en tinta dorada el nombre del dueño de cada asiento. Elisa sonrió al comprobar que había sido dispuesta en un puesto bastante lejos de sus padres, pero su emoción fue aun mayor cuando se percató de a quién tenía enfrente: del otro lado de la mesa estaba el apuesto dueño de los ojos azules. De nuevo se ruborizó y su corazón latió como nunca lo había hecho antes, haciendo que la sangre en sus venas corriera acelerada, provocándole maremotos incontrolables en su interior que ella, inocente en estos menesteres, era incapaz de identificar. Elisa no entendía por qué razón, pero ese joven la intimidaba y a la vez le producía sensaciones indescifrables y maravillosas que no había sentido hasta ese instante; era tal la emoción que le provocaba que se descubrió preguntándose si así se sentía cuando uno se enamora. Había leído suficientes novelas de amor para saber que una mujer era capaz de caer rendida con tan sólo una mirada ¿Será mi caso?, se preguntó mientras miraba subrepticiamente al joven sentado delante de ella, quien a su vez también la miraba, sólo que él lo hacía abiertamente, sin ningún tipo de recato, lo que provocó que el rubor en las mejillas de Elisa se intensificará. Tal era el nerviosismo que le provocaba que hizo que la mano que sostenía la cuchara con sopa le temblara y una gotita de ésta cayera sobre el prístino mantel.

-¿Estás bien? –Preguntó la joven sentada a su derecha, al notar la turbación de Elisa-.

Era Lucrecia Vidurri, la mejor amiga de Elisa y la única de todas las jóvenes que la comprendía, aunque no compartiera su opinión sobre muchas cosas.

-Sí, estoy bien –afirmó sin convicción, pero agradeciendo la distracción-. Sólo un poco nerviosa.

-Es por el buen mozo que tienes enfrente, ¿verdad? –Dijo socarrona Lucrecia- No ha dejado de observarte desde que nos sentamos.

Elisa asintió con la cabeza y curvo sus labios en una tímida sonrisa, que su amiga le respondió abiertamente burlona.

-Parece que ha aparecido quien enamore a la inconquistable Elisa Corcuera–exclamó grandilocuente, Lucrecia-.

-No digas tonterías, Lu… Ni siquiera sé quién es…

-Pronto lo averiguarás, por cómo te mira estoy segura que te sacará a bailar desde que suene la primera pieza, ya verás –le contestó Lucrecia, guiñándole un ojo-.

Elisa no le contestó, tan sólo se encogió de hombros y se concentró en el plato fuerte que acababan de servirle. Trató de distraerse cortando el suave salmón escalfado, pero era inútil, no podía quitarse de la mente la mirada azul del desconocido y en su fuero interno deseaba que su amiga tuviera razón, ojalá y la invitara a bailar, lo deseaba de verdad. Aún nerviosa por sus pensamientos mantuvo la cabeza gacha un buen tiempo, hasta que no pudo más y tímidamente levantó la mirada, el desconocido estaba girado hacia a su izquierda conversando con otro joven, aprovechó el momento para observarlo mejor. Realmente era guapo, tenía el perfil de los ángeles pintados por Miguel Ángel en la capilla Sixtina. Su tez era muy blanca y su cabello oscuro, su nariz recta y mentón firme le proferían armonía al rostro. Su boca estaba perfectamente delineada y era de color rosa pálido, y cuando las comisuras de sus labios se elevaban en una sonrisa, el rostro se le iluminaba. Sus facciones eran perfectas por só solas, pero lo que más resaltaba en él eran sus intensos y profundos ojos azules, que la hacían recordar el profundo y agitado mar del Pacífico.

Damián sintió la tenue mirada sobre él y se giró, sus ojos y los de Elisa se encontraron, él sonrió, ella se sobresaltó al ser descubierta observándolo, pero no pudo desviar la mirada, estaba atrapada en la intensidad de los destellos azules de Damián. Tampoco él hizo algo para romper el contacto, le fascinaba la ingenua irreverencia que vislumbraba en las pupilas de la joven. Desde que la observó en el salón, con la mirada divagante y distraída, había quedado prendado de su clásica belleza. Antes había visto jovencitas hermosas, pero ninguna como la que estaba en el puesto delante de él; en sus ojos titilaba una chispa especial y su sonrisa era arrobadora, y ni qué decir de su fina y diminuta naricita que dotaba a sus facciones de una delicada apariencia de ninfa. No tenía idea del porqué, pero desde que la descubrió en el salón no se la había podido quitar de la mente, él nunca se fijaba en las señoritas casaderas, no tenía intención de cortejar a alguna, así que por respeto a su tiempo y a sus ilusiones no conversaba ni bailaba con ninguna, no encontraba el caso, el viajaría a Alemania cuando fuera el momento, a buscar a su esposa. Tanto lo había cautivado la belleza de Elisa que sintió el repentino impulso de invitarla a bailar cuando llegara el momento, lo cual estaba en contra de sus convicciones, pero la atracción era más fuerte que su sentido común. Algo había brotado en su interior, un sentimiento desconocido se habría brecha en su corazón, algo nuevo, pero inusualmente familiar… ¿Así se sentirá el amor?, pensó Damián y de nuevo miró a la bella ninfa que tenía delante de sí, su sonrisa se ensanchó. Sí, tendría que bailar con ella, no podía ser de otra manera.

La cena terminó y todos los invitados pasaron a otra gran sala dispuesta para el baile. Al fondo, sobre una pequeña elevación había sido acomodada la orquesta. Todas las jóvenes se paraban a un costado a esperar a que algún caballero soltero las invitara a bailar. En el otro extremo se encontraban los padres, desde ahí podían tener una visión perfecta de todo el lugar para vigilar a sus hijas, las cuales debían dirigirse a ellos para buscar su aprobación cuando alguien les solicitará un baile, la cual era manifestada con una ligera inclinación de cabeza, o, en caso de rechazar, la negativa era indicada con el dedo índice.

Elisa buscó con la mirada al joven de los ojos azules, en el mar de caballeros que pululaban alrededor de ella y las demás jovencitas, no lo veía por ningún lado. Pero al que sí vio fue al pesado de Ernesto del Cueto, quien se acercaba peligrosamente a ella. Elisa tembló. Si le solicitaba un baile tendría que aceptarlo, era hijo de un amigo de su padre y un rechazo se consideraría un desaire. Su padre seguro la castigaría si no aceptaba bailar con él. Desesperada, buscó con mayor ahínco de un lado a otro, moviéndose deliberadamente, tratando de poner distancia, Ernesto no le caía mal, pero odiaba que sus padres quisieran emparejarlos, a ella le parecía repugnante que le quisieran escoger marido, además, dicho sea de paso, no le atraía en lo más mínimo, tenía todo los defectos que ella detestaba en un hombre, principalmente la soberbia y el machismo. Disimuladamente dio un par de pasos hacia atrás, pero no pudo seguir avanzando, había chocado con alguien, en su espalda sintió un pecho firme y fuerte. Se giró avergonzada para disculparse por su torpeza, pero al descubrir contra quién había chocado se quedó sin habla. Era el joven de los ojos azules.

-Al fin te encuentro, preciosa –Exclamó Damián inclinando caballerosamente la cabeza-. Damián Metzger, a tus órdenes.

Elisa le devolvió la sonrisa y de nuevo el mundo desapareció a su alrededor.

-Mucho gusto –contestó, logrando controlar su nerviosismo-. Elisa Corcuera.

-Encantado de conocerte, Elisa –tomó su mano entre las suyas y se la llevó a los labios- ¿Me harías el honor de bailar conmigo esta pieza?-preguntó, galante-.

Olvidándose del protocolo, de su padre, de Ernesto y de todo, Elisa le tendió la mano y se dejó guiar a la pista de baile. La música era tranquila, en esas fiestas de sociedad los boleros y los vals eran los géneros que se escuchaban y bailaban. El mundo ya estaba revolucionado con el jazz y el swing, pero a la sociedad tapatía no le importaba, ellos seguían conservando el aire romántico de la música tranquila, sentían que eso les daba mayor categoría.

-Ésta y todas las piezas –susurró Elisa, en un arrebato de inusitada osadía-.

Damián sonrió ante su vivaz respuesta y con maestría la hizo girar en la pista de baile, siguiendo el ritmo cadencioso de la canción que tocaba la orquesta, la cual era cantada por la melodiosa voz de su jovencísima compositora, que emergía en el éxito: la orgullosamente tapatía Consuelo Velázquez.

Así enamorada
Entrégame tú la caricia suprema de amor
Con luz en la mirada
Que ahuyente esa lágrima tuya
Y olvide el rencor

Así enamorada
Escucha esta canción que es para ti
Y deja que esta noche apasionada
El mundo juzgue locos a los dos…


Al escuchar la romántica letra, Elisa no pudo más que pensar que estaba dedicada a ella, era así como en esos momentos se sentía: enamorada. Nunca antes lo había estado, pero su corazón brincaba de júbilo cada vez que en un giro inesperado del baile Damián cerraba más su mano sobre su cintura, ese leve roce la hacía estremecerse hasta los dedos de los pies. Ella podía sentir que a él le pasaba lo mismo, ya que su corazón latía igual de acelerado que el de ella; a pesar de la distancia que debían de guardar sus cuerpos, ella podía percibir sus agitados latidos y su frenética respiración. Y si eso no fuera suficiente, el intenso centellar de sus pupilas azules se lo confirmaba.

Elisa y Damián siguieron bailando por el resto de la velada, canciones y canciones transcurrieron, pero ellos jamás se soltaron, estaban como entrelazados por un magnetismo que escapaba a su control, algo más fuerte que ellos estaba naciendo en su interior, casi sin darse cuenta. Cuando la orquesta cesó de tocar para el consabido descanso, sus mentes tuvieron que hacer un gran esfuerzo para lograr que sus cuerpos dejaran de bailar, porque parecía que para ellos la música no se había detenido, en su interior seguían escuchando el suave sonido de violines y trompetas. La música del amor se les insertó en el alma.

Un escalofrío recorrió de pronto la espalda de Elisa al sentir una gélida mirada sobre ella, ni siquiera tuvo que voltear para saber de quién era, sabía que era su padre quien la vigilaba como halcón a la distancia. Armándose de valor y olvidando el temor que le infundía, tomó la mano de Damián entre las suyas y en un arrebato de rebeldía, serpenteando entre la mar de gentes, lo guió fuera de la casa, al aire fresco de la noche que se respiraba en la terraza. Una vez bajo el manto estelar su valentía se disipó y no supo cómo reaccionar. Se sintió fuera de tono y un poco tímida. Su sentido del decoro hizo acto de presencia, dejándola sin aliento.

-Tranquila, Elisa –le dijo sereno Damián, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano-.

-Creí que sería buena idea, pero ahora… no sé… estoy nerviosa.

-No tienes por qué estarlo, yo soy un caballero.

-Lo sé, pero no está bien visto… y si mi padre…

Damián le colocó el dedo índice sobre sus labios para silenciarla y con la otra mano le rodeó la cintura, atrayéndola hacia él. Fue algo impulsivo de su parte, sabía que era impropio, pero no lo pudo evitar.

-Nadie nos vio salir –le susurró al oído para tranquilizarla-.

La respiración de Elisa era agitada, estaba nerviosa y ansiosa, si alguien los descubría estaría metida en graves problemas, pero por desquiciado que pareciera, no quería soltarse de su abrazo, nunca se había sentido tan segura como en ese instante, por lo que el mundo podría rodar si quería, le importaba un comino, por lo que elevó sus manos y las colocó tímidamente en el cuello de Damián, ignorando el grito desesperado de su razón.

A pesar de su instante de osadía, aún le quedaba un gramo de cordura y quiso confirmar que nadie los había visto. Más valía prevenir, que lamentar.

-¿Estás completamente seguro? –preguntó, nerviosa-.

-Totalmente –afirmó Damián-.

Por un minuto, el tiempo se detuvo entre ellos, se quedaron así, abrazados, mirándose fijamente a los ojos. Damián levantó su mano y la posó sobre la mejilla de Elisa, ladeando su rostro. Con el dedo pulgar acarició sus labios y le dijo suavemente antes de besarla:
-Esto es una locura, te conozco hace apenas un instante, pero parece que llevara amándote toda la vida… Yo no creía en el amor a primera vista, hasta que vi sonreír a tus ojos.

Los labios de Damián se juntaron con los de Elisa, en un dulce y tierno beso, el primero de amor que ella sentía. Poco a poco la intensidad fue aumentando, la boca de él se abría paso a través de los sedosos labios, invadiéndolos de a poco, sin prisa y con delicada sutileza, respetando la inexperiencia de Elisa, guiándola y llevándola lentamente a un nivel más profundo de pasión, un territorio completamente desconocido para ella, que le provocaba una ardiente sensación sobre la superficie de la piel, algo que jamás había sentido, pero que la inundaba de un placer que casi le hacia tocar las nubes con la punta de los dedos. La dulzura del exquisito ósculo le nubló a tal grado los sentidos que por un momento le pareció que sus pies se elevaban lentamente del suelo, haciéndola flotar en el aire dentro del protector refugio de los brazos de Damián, su guapo caballero de ojos azules.

De pronto, el hechizo se rompió. Una fría y enérgica voz los sacó del trance en que ese maravilloso beso los había envuelto.

-¿Qué significa esto, Elisa?

La voz filosa y grave de Don Fernando Corcuera retumbó en los oídos de Elisa y la hizo palidecer de temor.

Estaba en problemas. Muy graves problemas.



ATENCION:
Publicaré una vez a la semana. El día elegido será los miércoles a las 00:001 hora México.
Gracias por estar aquí y leer, sin falta nos vemos cada miércoles... Besos

miércoles, 11 de septiembre de 2013

¿Quien es Damián Metzger?



La pequeña ciudad de Calw, perteneciente al estado de Buden, se encuentra en medio de la mítica Selva negra Alemana. En ese tranquilo poblado, un 14 de octubre de 1919, nació Damián Metzger, un sano y hermoso bebe de intensos ojos azules y cabello tan rubio como un rayo de sol, su llanto al emerger del vientre de su madre fue música para los oídos de su orgulloso y cariñoso padre, quien con ansias esperaba su llegada a este mundo y cuando el doctor puso en sus brazos al pequeño envuelto en una suave manta, fue el hombre más feliz de la tierra, no le importaba si era varoncito o damita, era su primogénito, el fruto del amor con su delicada mujer, lo demás salía sobrando. Así era Gerald Metzger, un hombre de corazón de oro y nobles sentimientos, con ideales poco convencionales y con una gran admiración y respeto por Carlota, su esposa, a quien amaba fervientemente. Ella le correspondía con igual intensidad.

El pequeño Damián solo vivió un año en su natal Alemania. En 1920 sus padres decidieron emigrar de su devastado país. Hacia ya dos años que la guerra había terminado, pero la situación era deplorable. Un denso estancamiento económico se cernía sobre la mermada Alemania, que en la firma del tratado de Versalles fue considerado responsable del conflicto bélico y tuvo que asumir todas las consecuencias y disposiciones que le impusieron, las cuales sumieron al país en una profunda crisis. Y no sólo fue dividido en dos por el corredor polaco, sino que fue condenado a pagar enormes cantidades de compensación a los países aliados. Además fue desmilitarizado y todas sus colonias confiscadas. En medio de ese panorama desolador  y con esa diminuta semilla de odio sembrada bajo el corazón y la tierra germana ante el duro castigo recibido, la cual amenazaba con dar frutos conflictivos en los años venideros, y por supuesto, el hecho de que no había mucho a donde hacerse para progresar, el matrimonio Metzger decide salir de su patria y establecerse en otro país. El elegido por Gerald y Carlota Metzger es México, más específicamente, Guadalajara, dónde años atrás unos tíos, hermanos de su abuelo, habían viajado a hacer fortuna, el contacto familiar no se había perdido y seguramente encontrarían apoyo y refugio. La familia Metzger toco tierras Mexicanas en diciembre de 1920.

Guadalajara fue tierra de oportunidades y éxitos para Gerald Metzger. Con ayuda de sus familiares y la Budense, la comunidad Alemana en en esa ciudad Jalicience, logró establecer una pequeña fábrica de textiles que con tenacidad, esfuerzo y perseverancia logró posicionar y engrandecer, hasta colocarla entre las más importantes del país y amasar con ella una gran fortuna lo que le abrió las puertas a las altas esferas sociales y económicas en Guadalajara. Las familias de más rancio abolengo no tardaron en aceptarlos y adoptarlos como parte de su elite al conocer la estratosférica fortuna que Gerald Metzger había logrado consolidar.

En medio de ese ambiente de prosperidad y amor familiar creció el pequeño Damian, lleno de cariños por parte de sus progenitores, siendo así su infancia una feliz y plena, lo que le dio las bases solidas para una adolescencia sensata y una temprana madurez que hizo de él, a los 20 años, un hombre hecho y derecho de personalidad arrolladora, seguro de sí y leal a sus principios. Dotado con ese particular código genético Germánico de tenacidad, Damián tiene todo para alcanzar sus sueños y metas: apoyo, inteligencia y mucha perseverancia. Pero antes de abrirse de capa y forjar su propio camino tiene que cumplir con la empresa familiar, su padre espera que él algún día ocupe su lugar en la presidencia del Consorcio Textil Metzger, no puede defraudarlo, tiene que dejar en alto el honor y la lealtad que siente por su sangre y su familia. Y no sólo es por eso que trabaja con su padre, también lo hace por amor, Gerald Metzger es un buen hombre que lucho con ahínco para levantar su emporio y darle a su familia lo mejor; Damián siente el compromiso moral de continuar, preservar y acrecentar su legado.

Sus padres fueron amorosos y dedicados con él, pero principalmente muy cuidadosos de su educación, se preocuparon en inculcarle los más grandes principios morales y, sobre todo, grabaron indeleblemente en su corazón el amor a su patria natal. Desde pequeño le enseñaron a querer esa lejana tierra que lo vio nacer, le repitieron constantemente que él era Alemán y le debía lealtad a su patria y respeto a México, el país que lo acogió y lo adopto. Los Metzger, como buenos Auslandsdeutsche (Alemanes fuera de su país), añoraban con algún día regresar a su tierra, salieron en busca de la buena fortuna, su plan era engrosar su cuenta bancaria y regresar exitosos a ella; es por eso que no se integraban por completo a las costumbres de la nación donde vivían; socializaban con los mexicanos, pero mantenían asociaciones e instituciones solo para ellos, como el Colegio Alemán en la ciudad de México, dónde sólo descendientes germánicos asistían. Los hombres jóvenes cuando querían casarse buscaban mujeres de su misma nacionalidad  y algunos, los más radicales, hasta viajaban a tierras germanas para encontrar esposa. Ese sentimiento de patriotismo se arraigo en Damián desde que era un pequeñín, al grado de sentir hasta en la medula el orgullo nacionalista Alemán.

A los 20 años Damian ya es todo un hombre cabal del cual sus padres están muy orgullosos. Es de corazón noble y naturaleza amable, pero con un carácter fuerte y bien definido. Su personalidad es impactante, es de los hombres que acaparan miradas, a penas pone un pie en alguna habitación y las mujeres se giran a mirarlo, posee un encanto arrollador. Su particular sonrisa de medio lado provoca suspiros y su enigmatica mirada es una abierta invitación a perderse en sus profundos ojos azules y navegar en ellos hasta descubir el misterior que ocultan. Sus modales son impecables, Damian es todo un caballero. Y por si todo esto fuera poco, además posee una mente agil y un curioso ingenio. En pocas palabras, Damian es un caballero guapo, encantador, inteligente y el dueño de la sonrisa más cautivadora de todo Guadalajara. Todos estos atributos que han provocado gran admiración entre el joven publico femenino de la sociedad; de la cual, por cierto, el ni enterado está; en parte porque no suele ser pretencioso, y también porque no tiene contemplado el amor en su futuro inmediato, ya que otras cosas más relevantes, según él, ocupan todo su horizonte. Todo su tiempo, esfuerzo y dedicación estan avocados a un solo objetivo en estos momentos de su vida: continuar con el legado familiar y poner los cimientos necesarios para cumplir sus sueños personales de grandeza. Damian piensa que nada puede interponerse en su camino, mucho menos un enamoramiento. Tenaz y persistente se enfoca a cumplir sus metas conduciendose bajo la frase del Friederick Nietzsche, el sabio filosofo Alemán: “Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a los “comos”…

Sin embargo, él no ha tomado en cuenta que por más planes que hagamos, el destino es quien mueve los hilos de nuestra existencia, el ser humano tan sólo es un titere bajo sus caprichosos movimientos. Una mujer aparecerá en su perfecta y equilibrada vida llenandola del amor y sus locuras, arrasando todo a su paso como un huracán.

Damián conocerá a Elisa… y su vida jamás volverá a ser igual.