lunes, 28 de octubre de 2013

COMUNICADO

Queridos lectores, antes que nada les ofrezco mi más sentida disculpa por no haber publicado la segunda parte del capitulo el día de ayer, pero me fue imposible, espero me entiendan.
A través de este comunicado quiero informarles que por causa de fuerza mayor me veo obligada a interrumpir mis publicaciones por dos semanas; es algo que me apena muchísimo con ustedes porque sé que esperan ansiosos cada publicación, pero en estos momentos me es imposible publicar, y no quisiera tener que hacerlo apurada, ustedes se merecen calidad. Espero comprendan y me esperen, no será mucho tiempo, tan solo dos semanas. El miércoles 13 de noviembre de 2013 colgaré la segunda parte del capitulo V.

Muchas gracias de antemano por su comprensión y paciencia, pero sobre todo por su preferencia. Les mando un caluroso abrazo.

ATTE

Kristell Álvarez Solórzano...

martes, 22 de octubre de 2013

CAPITULO V primera parte

-¡Espabílate niña, vamos ya!-exclamo ansiosa la nana jalando a Elisa del brazo lo que la hizo desprender su mirada de la de Damián- Tu madre ha enviado a Jesús a buscarnos…

-¿Qué? –la interrumpió alarmada Elisa- ¿Cómo? ¿Por qué?

-¿Quién es Jesús? –Inquirió curioso Damián al notar el ansioso tono de voz de Elisa-

-El chofer –respondió ella apurada y arremetió de nuevo con preguntas a su nana:- ¿Por qué ha hecho eso mi madre? ¿Te ha dicho algo, Jesús?

-Poco… pero no es momento de indagar, date prisa, salgamos ya –la urgió la nana- Jesús nos espera con el auto afuera, tuve que soltar una sarta de excusas tontas para justificar que no estuvieras conmigo, dudo que se haya creído alguna-resopló-, por lo que tuve que prometer buñuelos para que no le cuente a tu señora madre que no estabas conmigo.

Damián las observaba atento, no entendía nada de lo que sucedía, pero el gesto angustiado de Elisa le calaba los huesos.

-¿Por qué lo ha mandado por nosotras? ¡Nunca lo hace! –insistió Elisa clavada en el suelo, el miedo le impedía moverse. Damián le sostenía su lánguida mano con firmeza tratando de calmarla- ¿Habrá llegado mi padre a casa antes de lo acostumbrado?

La mandíbula se le crispo a Damián al percibir el pánico en el tono de voz de Elisa. No podía evitarlo, saber que su delicada dulcinea temía ser castigada o, peor aun, azotada de nuevo, le elevaba la temperatura de la sangre casi al punto de la ebullición.

-¡No! –Acoto la nana- Eso ni lo digas… Císcalo, císcalo diablo panzón…


-Entonces, ¿Por qué la urgencia?-pregunto Damián al ver que Elisa no podía emitir palabra alguna-

La nana elevo los ojos al cielo en un claro gesto de desesperación, que lentos eran estos jóvenes, ¿ellos eran el futuro? Pues que porvenir más atontado le esperaba al mundo, pensó desesperada ante la parsimonia del par de enamorados.

-El chofer no sabe mayor detalle, tan solo le indico Doña Eugenia que nos buscara y llevara a casa lo antes posible, así que vámonos ya.

Damián hizo ademán de acompañarlas hasta la puerta, pero la nana lo paro en seco.

-No hay que echarle más leña al fuego, mi´jito –levanto la mano delante de él para detenerlo-. Jesús es un chismoso de primera ley, seguro le cuenta a Don Fernando de tu presencia y no quiero decirte la que se armaría…

-Que le diga lo que se le venga en gana –exclamo orgulloso, Damián-No me importa…

-Pero a mi si, amor mío –exhalo Elisa- por favor, quédate aquí, aun no es tiempo de enfrentar a mi padre.

Damián la miro inseguro, no quería dejarla ir. Todo su ser pugnaba por seguir a su lado, por llevarla hasta el carro y de ser posible ir con ella hasta su casa, pero sabía que era imposible, acarrearía demasiados problemas y la más afectada seria sin lugar a dudas su dulce y frágil Elisa.

-¿Cuándo te veré de nuevo? –Preguntó con sentida ansiedad-

-Mañana… Espérame aquí a la misma hora.

-¿Podrás venir?

-Hare hasta lo imposible… y si no puedo te enviare una carta con mi nana.

Una sonrisa melancólica ilumino el rostro de Damián, con delicadeza se llevo la pálida mano de Elisa a los labios y deposito sobre su palpitante dorso un dulce beso. Por unos segundos no se movieron, se quedaron mirando hipnotizados, en sus ojos refulgía el amor y la esperanza de la prometida felicidad. Obedeciendo un impulso más fuerte que su cordura, Damián jalo suavemente a Elisa hacia sus brazos, la arropo con ellos cariñosamente ante la atónita mirada de la nana y uno que otro curioso comensal que degustaba el tradicional cafecito vespertino. A ninguno de los dos les importo en lo más mínimo la gente junto a ellos, en esos momentos sólo existían los dos, el mundo se había desmoronado a su alrededor, desaparecido por completo. El sutil carraspeo de la nana hizo reaccionar a Damián, quien suavemente separo a Elisa de sus brazos no sin antes besarla en la mejilla para calmar el ansia de hacerlo en sus labios.

-Te amo, Elisa… Aquí te esperaré siempre.

-Te amo, Damián… Prometo que vendré.

Los jalones de la nana sacaron a Elisa del trance en el que estaba sumergida y muy a su pesar se encamino hacia la lujosa puerta de cristal del Gran Salón Excélsior. No paraba de mirar hacia atrás, ahí estaba el amor de su vida, su galante Damián, quien la observo atento hasta que cruzo el umbral y salió a la calle.

Afuera, frente al carro, sosteniendo la puerta trasera se encontraba Jesús, el chofer de la familia. A pesar de su corta estatura y redonda figura portaba orgulloso el ridículo uniforme que su madre le hacia calzar; al verla la saludo con una reverente inclinación de cabeza cerrando la puerta una vez que ella y su nana estuvieron dentro.

La angustia de Elisa era palpable. No podía dejar de darle vueltas a la inusual irrupción del chofer en su tarde de compras, obedeciendo las órdenes expresas de su madre. Doña Eugenia nunca la enviaba a buscar, ni mucho menos ponía el chofer a sus servicios, para ella el deber de Jesús era estar a su entera disposición por si  lo necesitaba para algo. ¿Por qué ahora enviarlo? ¿Qué había pasado?... Su mente siguió buscando alguna razón lógica sin encontrarla, se devano los sesos y aún así no hallo justificación lógica para ese extraño suceso. Sin darse cuenta empezó a jalarse los dedos, uno por uno, para tronárselos, fue consciente de ello hasta que su nana le agarro la mano para que detuviera su dañino tic.

-Deja de hacer eso, te vas a desconchinflar los huesos, mi niña –la regaño con dulzura-

-Es que estoy muy nerviosa, nana –se justifico Elisa con la voz quebrada-

-Tranquila, mi´jita. No te preocupes por el día que no has visto venir. –recito la nana una de sus siempre atinados dichos-. Esperemos a ver de que va este enredo, ni caso tiene angustiarse por algo que seguro resultara una más de las excentricidades de tu madre.

Elisa suspiro profundamente. Tal vez su nana tuviera razón. Seguro que sí. Su madre era muy dada a actos exagerados y fuera de lugar. Su aburrida vida la inclinaba a hacer cosas extrañas para darle un poco de vivacidad a sus días grises. Al entrar a la casa había logrado controlar un poco su ansiedad, pero aún así el color del rostro se le había evaporado por completo. Podría ser una treta de su madre. O podría no serlo. Mejor andar con pies de polvorosa. Por eso, ni rauda ni perezosa siguió su impulso de correr a esconderse a su recamara, ahí estaría a buen resguardo de cualquier tormenta que pudiera desatarse, pero cuando había subido el primer escalón la gélida voz de su madre resonó con eco en toda la casa cortándole la respiración.

-Elisa, ven aquí inmediatamente.

La voz venía de la sala de descanso de Doña Eugenia.

Elisa soltó el aire con infinita dificultad, toda su falsa tranquilidad se deshizo en medio segundo. Bajo sin girar el escalón que hacia tan solo instante había subido y resignada se encamino hacia la puerta abierta al final del largo pasillo que pasaba junto a la escalera. Al llegar, se paro en seco en el umbral. Odiaba esa habitación, era demasiado ostentosa, su madre en persona se había dedicado a decorarla para convertirla en su espacio personal de retiro, por lo que por todas partes rezumaba el estilo rebuscado y pretensioso de Doña Eugenia Rivadeneira de Corcuera: los amplios ventanales que debían dejar entrar la blanquecina luz del día que brillaba en el exterior estaban cubiertos por pesadas cortinas de terciopelo color granate que oscurecían macabramente el espacio; el piso estaba cubierto por completo por una carísima alfombra persa del mismo tono que las cortinas. Los muebles eran todos exagerados, predominando los dos sillones estilo Luis XV de finas maderas y tapizados en color ocre brilloso, en medio de ellos resaltaba una mesa de té exageradamente torneada y con superficie de mármol en tono perla mate. El colmo del lujo excesivo era la enorme araña de muchísimos focos que colgaba del techo en medio del salón, la cual, por cierto, era el orgullo de su madre porque la había mandado a traer de Francia; siempre que podía la presumía ante sus amistades.

-Mande usted, madre –exclamo, Elisa, fingiendo serenidad-

Doña Eugenio levanto la cara hacia su hija, elevando la barbilla de esa forma tan altiva que la caracterizaba. Dedicándole una mirada despectiva dijo con un dejo de desprecio en su tono de voz:
-Hace un rato habló tu padre, tenemos invitados a cenar –revisando a Elisa de pies a cabeza, agregó:- Me ha indicado que es algo formal, así que cámbiate esa horrible ropa que traes y viste con algo elegante, no quiero que me hagas pasar vergüenza, que van a decir los invitados de tu padre, ¿Qué no tiene dinero para comprarle algo a su hija? Así que escoge de las prendas nuevas que te ha diseñado Madame Rostan, por favor.

Elisa frunció el ceño. Detestaba sobre manera los recargados vestidos que esa señora le había traído. No eran para nada de su estilo, ella era más bien de prendas sencillas, sin tanto holán ni engorrosas mangas.

-¿Sabe usted quien vendrá a cenar, madre? –pregunto suspirando fastidiada-.

-Eso es algo que a ti no te importa –enfatizó con altivez- Limítate a obedecer.

Elisa enarco una ceja suspicaz. Su madre es todo, menos discreta, adora anunciar con bomba y platillo a los distinguidos invitados de su padre. Aguzo la mirada para observarla, estaba más avinagrada de lo normal; su gesto lucia más adusto que de costumbre. Eso solo podía deberse a una cosa: Ignoraba la identidad de los invitados de su padre… ¡La curiosidad la carcomía por dentro! La vena resaltada de su frente la delataba, estaba alterada por no saber a quien recibiría en casa esa noche.

-No tiene la menor idea de quienes son, ¿verdad, madre? –se burlo con disimulo Elisa, disfrutaba verla tan descompuesta, por lo menos se veía un poco humana-

-No seas insolente, Elisa –espeto furibunda clavándole una endemoniada mirada- Obedece de inmediato y deja de decir sandeces.

Elisa rio por lo bajo encaminándose a la salida, había cachado a su madre, estaba histérica por no saber a quien había invitado su padre a cenar. A penas había dado un paso fuera del salón cuando las filosas palabras de su madre la pararon en seco.

-No me expreso propiamente quienes son los invitados, pero menciono algo referente a tu futuro- Doña Eugenia sonrió con malicia- Así que creo suponer de quien se trata. Estoy segura que tú también te lo imaginas, ¿verdad, hijita querida?

La virulenta insinuación de su madre le cayo peor que un balde agua helada. No, él no. Por Dios, que él no sea el invitado de su padre. Cualquier persona, el mundo entero si querían, pero él no. Soportaría a todos los estirados conocidos de su familia, menos a él. Ernesto del Cueto es un petulante insufrible que su padre quiere encasquetarle de pretendiente a como de lugar. En otras ocasiones lo ha tolerado con exagerados esfuerzos, esta noche no podría siquiera pasar un segundo en su compañía.

-No bajare –exclamo en voz baja- Así mi padre me mate a golpes por desobedecerlo, no bajare.

Decidida subió los escalones de dos en dos, olvidándose de sus modales de dama entro corriendo a sus aposentos azotando la puerta detrás de ella, paso el pestillo y se aventó en la cama a llorar su desventura. Lo último que deseaba en el mundo era estar sentada a la misma mesa con Ernesto del Cueto compartiendo una cena y más si era para “tratar” su futuro. Ni hablar, de eso nada. Prefería morir de lo que fuera encerrada para siempre en su recamara. Una actitud bastante dramática, pero la sola idea de esa reunión sacaba la peor parte de ella, no podía evitarlo, detestaba a su padre y al intento de pretendiente que quería acomodarle a como diera lugar. No, ella no lo permitiría, su corazón, su alma, su vida… toda ella entera pertenecían a Damián, sólo el podía hacerla salir de su habitación, sólo él podía salvarla del funesto destino que se le avecinaba. Solo él, su Damián.


Ajeno a los tortuosos pensamientos de Elisa, Damián caminaba bajo la lluvia. Se había quedado prudentemente dentro del restaurante cuando ella salió de ahí, pero observando todo desde la ventana, cuando vio que el carro avanzo cruzo la puerta y se quedo mirando como se alejaba dejando una estela de humo negro tras de sí. Sin darse cuenta se había quedado petrificado, de pie en la acera mirando hacia la calle vacia por donde el auto con Elisa en él habían desaparecido minutos antes. No fue su consciente del estado casi catatónico en que se encontraba hasta que una gruesa gota de agua cayó sobre su frente trayéndolo de vuelta a la realidad, a esa le siguieron muchos más que amenazaban con convertirse en un chaparrón de aquellos. Sin paraguas con que guarecerse de la esperada lluvia de todas las tardes de septiembre en Guadalajara, Damián se elevo el cuello de la chaqueta para protegerse un poco y apretó el paso de su andar para llegar lo antes posible a su domicilio.

Al llegar a su hogar Damián corrió hacia las escaleras para dirigirse a sus aposentos a cambiarse la ropa empapada por la lluvia, pero a penas había subido dos peldaños cuando del salón familiar escucho la voz de su padre que lo llamaba.

-Mande, usted –respondió entrando en el salón-

-Te tengo noticias, hijo mío-exclamo Don Gerald-

-¿Buenas o malas? –Inquirió Damián con el entrecejo fruncido al ver el estupor en el gesto de su padre-

-Todo depende de la perspectiva con que la aprecies –adujo secamente levantando la vista de la copa de brandy que sostenía en la mano y mirando al fin a su hijo, al ver el estado en que se encontraba, agregó:-. Sube a cambiarte, vas a enfermar. Te espero aquí para que conversemos.

-No, padre… por favor, primero dígame…

-No seas insolente y obedece, Damián. Sube a quitarte esa ropa mojada o pescarás un resfriado sino es que algo peor.

Damián no se movió un ápice de su lugar, le importaba un comino enfermarse, necesitaba saber lo que su padre había platicado con Don Fernando, no le había dicho que de eso se trataba, pero estaba seguro que de eso era, ¿de que más podría ser? Esta mañana había dicho que hablaría con ese señor.

-Padre, disculpe mi irreverencia, pero me urge saber la noticia que me tiene –tosió un poco-. ¿Por qué es sobre su conversación con Don Fernando, verdad?

-Efectivamente, es sobre eso –lo miro severo-, pero no te informaré nada hasta que no me obedezcas.

A regañadientes Damián giro sobre sus talones y salió disparado a su recamara para cambiarse de ropa. El ansia le carcomía los nervios, por lo que en un santiamén estuvo de regreso, aseado y seco, delante de su padre, quien al verlo entrar le hizo un gesto con la mano para que se sentará en el sillón frente a él, pero Damián lo rechazo, estaba demasiado inquieto como para tomar asiento.

-Por favor, padre, no le de más vueltas –le suplico Damián-

-Esta mañana fui a visitar a Fernando Corcuera a sus oficinas –tomo un trago y el caliente liquido le resbalo como terciopelo por la garganta-, ha dado su venia para que cortejes a su hija y en un tiempo considerado te comprometas con ella.

Los ojos de Damián brillaron de una indescriptible emoción que descendió hasta sus labios curvándolos en una sonrisa de felicidad pura. Antes de lo que pudiera imaginar vería de nuevo a su Elisa y ahora no a escondidas, sino a los ojos de todos, siguiendo el protocolo de los cortejos para en un breve lapso de tiempo convertirla al fin en su esposa. Miro a su padre con atención, buscando en sus ojos un eco a su alegría, pero la preocupación que vio en ellos ensombreció su momento de dicha. Recordó el gesto adusto con el cual lo encontró al llegar a casa, ¿Por qué estaba así su padre? ¿A caso ya no estaba convencido de su matrimonio con Elisa?

-¿Qué lo tiene así de preocupado, padre? –Titubeo al preguntar, temía la respuesta-

-No es preocupación, hijo mío –contesto sin dejo de emoción-. Es sólo que hoy tuve que hacer uso de una artimaña fuera de mis principios.

-¿A que se refiere? No lo entiendo, padre.

-Para que Fernando accediera tuve que chantajearlo –farfulló al fin soltando el aire-. No me siento en lo más mínimo orgulloso de eso, sé que es por tu felicidad, pero aún así siento que traicione mis principios.

-Lo siento tanto –Exclamo, Damián tragando el nudo que se le formo en la garganta-, gracias por eso, padre… y no se sienta mal, recuerde el principio de Maquiavelo.

-Lo sé y también sé que no pudo haber sido de otra forma, ese hombre jamás hubiera dado su permiso de no haberlo coaccionado de esa manera.

Un silencio atronador se estableció entre ellos. Damián estaba estupefacto, conocía de sobra lo derecho que era su padre, todo un caballero, jamás en su vida había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse y saber que ahora, por su felicidad, había sido capaz de utilizar una bajeza como lo es el chantaje lo tenía atónito, pero sobre todo conmovido, su padre lo amaba entrañablemente. Se acerco a él con cautela y sin mediar palabra alguna lo abrazó encerrando en ese pequeño gesto cariñoso toda la gratitud que le profesaba por haber ido más allá del bien y el mal para conseguir que pudiera unir su vida a la de la mujer que ama.

-De nada, hijo… Por tu felicidad lo volvería hacer las veces que fuera necesarias, tú y tu madre son mi vida, por ustedes soy capaz de cualquier cosa –exclamo con la voz quebrada dándole unas palmaditas en la espalda a su primogénito-. Anda, avísale a tu madre que salimos en un momento, Don Fernando nos espera en casa para hacer oficial el noviazgo.

Con suavidad Damián se separo de su padre, en un par de zancadas alcanzó la puerta del salón, pero antes de cruzar el umbral se paro en seco. Había sentido algo más en el tono de voz de su padre, estaba seguro que algo le ocultaba.

-¿Le preocupa algo más, padre? –Pregunto desde el quicio de la puerta-

Gerald Metzger se sobrecogió por la pregunta. Si, algo más lo tenía ansioso, más no consideraba prudente empañar la felicidad de su hijo, lo que pasaba por su cabeza eran meras suposiciones que rogaba al cielo no se cumplieran. La guerra en Alemania recién había comenzado, el ejército nazi era fuerte y bien organizado, lo más probable era que terminara en corto tiempo, pronto su nación volvería a ser fuerte como antes del tratado de Versalles. Su angustia no tenia fundamento, pero aún así no podía dejar de darle vueltas, ¿Y si la guerra se prolongaba? ¿Les afectaría a ellos aún estando tan lejos? No veía el modo de que así fuera, por lo que no tenía caso preocupar a Damián con conjeturas descabelladas.

-Que se nos haga tarde… bien sabes que detesto la puntualidad, nos esperan a las 7 y media de la noche así que date prisa, por favor –espeto con seriedad-.

-¿Seguro, padre? ¿No hay algo más? –arremetió sagaz, Damián-

Don Gerald lo miró largamente cavilando si debía o no hacerle participe de la otra inquietud que lo atormentaba. Coaccionar a Don Fernando había sido casi demasiado fácil, temía que tomará algún tipo de represalia o planeara alguna argucia para echar abajo el compromiso de Damián con Elisa. Ese señor no era de fiar, seguro se había guardado alguna buena carta bajo la manga y la sacaría en el momento menos esperado, justo cuando ellos estuvieran confiados de haber alcanzado la felicidad.

Después de pensarlo, decidió que si, su hijo debería saber. Más valía estar atentos.

-Solo una cosa, hijo mío…  No hay que bajar la guardia con Fernando Corcuera.

-Jamás, padre. Ese hombre no tiene palabra.

-Exactamente.-exclamo Gerald torvamente-

-¿Eso era todo? ¿No lo angustia nada más? –Insistió Damián-

-Nada. –Exclamo tajante para dar por terminada la conversación-


Las palabras de su padre no lo convencieron en lo más mínimo, pero aún así se limito a asentir con la cabeza e ir a avisarle a su madre. Por más inquietud que le provocará el gesto de ansiedad de su padre, no podía detenerse a pensar en él, en ese justo instantes solo un nombre dominaba sus pensamientos: Elisa… Su Elisa. Nada ni nadie lograría separarlo de ella. Si antes no hubieran podido, ahora, que un futuro promisorio se abría ante ellos, menos.

domingo, 20 de octubre de 2013

CAPITULO IV segunda parte



-Lo sabía, mi madre es demasiado intransigente… jamás desobedecería a mi padre –exclamó con sumo pesar- ¿Cómo se me pudo ocurrir si quiera que podría existir la mas nimia oportunidad de que me dejara salir?

La nana no pudo aguantar la sonrisa por más tiempo, sus labios se curvaron y con voz cantarina le dijo:
-Fácil, mi niña, se te ocurrió porque sí existió tal posibilidad -hizo una pausa para mirar a Elisa, que se había enderezado abriendo los ojos desmesuradamente con la expresión transformada por la incredulidad-… Doña Eugenia ha permitido que me acompañes…

-¿Qué?... ¿en serio?... –balbuceó sin dar crédito-, pero ¿cómo lo has logrado?

La nana Engracia soltó una risita traviesa.

-La he agarrado en sus cinco minutos de distracción –Sonrió, cómplice-. Está en reunión con las damas de la vela perpetua, no podía negarse a dejarte ir de compras, ¿bajo qué pretexto lo haría?... No, mi niña, lo último que tu madre haría sería quedar en ridículo frente a sus estiradas amigas, jamás lo permitiría, hasta la autoridad de tu padre está por debajo de su necesidad de guardar las apariencias.

-Como siempre, pendiente del qué dirán –dijo Elisa, entre risas-.

-Genio y figura hasta la sepultura, mi´ja –puntualizó la nana con uno de sus famosos dichos-. Si hasta me indicó con voz exageradamente alta para que la oyeran, que compraras lo que quisieras, que recordaras que tu padre tiene cuenta exclusiva y que ahí lo podías cargar.

Elisa hizo un gesto de hartazgo, no soportaba esas actitudes de demostrar quién tiene más, como si el dinero pudiera comprar la felicidad o el amor.

-¡Ja! Siempre presuntuosa la madre mía, pero qué más da, a mí me importa un comino, si esa ansia de presumir la condujo a darme permiso, lo principal es que veré a Damián –dijo ilusionada, dando vueltas de genuina alegría por toda la habitación-. Ven, nana, ayúdame a cambiarme, tengo que lucir hermosa para él.

-¿Más, mi niña? ¡Imposible! –la voz de la nana estaba cargada de orgullo materno, amaba a Elisa como si ella misma la hubiera parido-.

Indecisa, Elisa se probó como cinco atuendos, nunca le había interesado tanto su apariencia como en ese instante, deseaba verse bonita para él. Al final se decidió por un vestido color crema de mangas cortitas y bombachas, lo que le hacía lucir los hombros un tanto más anchos, tal cual dictaba la moda. Por supuesto, también se enfundó en una faja de latex, no la necesitaba, su figura era delgada, pero esa prenda íntima era tan importante casi como el mismo sujetador. El cuello del vestido era en forma de V, con un discreto escote que estaba cubierto por dentro por una sutil pañoleta de seda negra que hacía juego con el grueso cinturón que engalanaba su esbelta figura. Unas medias del novedoso tejido artificial de nylon y zapatillas de tacón de aguja con punta fina completaron el atuendo. Se peinó el espeso cabello en marcadas ondas desde la frente, se acomodó el bonete, decorado con una delicada red de encaje fino, aplicó unas gotas de perfume channel y ya estaba casi lista, tan sólo faltaba el maquillaje, ella no solía aplicar mucho, unos cuantos retoques, las cataplasmas de colores cargados eran historia, eso ya no se usaba en estos tiempos, era cosa de la década pasada. Una ligera capa de base de maquillaje era más que suficiente, ella usaba la de max factor, una maravilla, se la había traído su madre del viaje a Nueva York que había hecho con su padre el año pasado, de los pocos regalos que le había hecho en toda su vida. De ahí aplicó un poco de rímel negro en las pestañas (las postizas las dejó de lado, no las necesitaba, tenía suficientemente largas y espesas las propias); sólo faltaban unos cuantos toques: perfilar las cejas, unas pasadas de colorete en las mejillas, bilé carmín en los labios y un poquito de vaselina para darle brillo.

-¿Cómo luzco? –Preguntó ansiosa, mientras giraba delante del enorme espejo de su tocador-.

-¡Preciosa! –Sonrió su nana-. Pareces un ángel…

-Gracias… pero ya vámonos, es tarde, ya pasan de las 3 y media… No quiero hacerlo esperar mucho tiempo.

-Tranquila, no está mal que te espere… -sonrió indulgente ante la impaciencia de Elisa-. No olvides los guantes –expresó, acordándose de que Doña Eugenia moriría si no los llevaba-.

-Se me olvidaban –dijo mientras corría al ropero a sacar del segundo cajón un par de guantes de seda negros, para combinar con el resto de su atuendo-.

-¡Ay, muchachita!, el amor te trae en las nubes –dijo entre risas, la nana-. De seguro tampoco has pensado en el paraguas y estamos en septiembre, en este mes, en Guadalajara, nunca se sabe…

-Ya sé, nana: ¡De mayo a septiembre puede que llueva, puede que no, todo depende, si hay nubes negras, seguro lloverá, si hay sol, también!- la interrumpió, repitiendo de memoria las palabras que desde niña le ha dicho su nana con referencia al estado meteorológico de Guadalajara en esos meses del año, donde casi todas las tardes, sin falta llueve-. No te preocupes, ya traigo aquí el paraguas. –dijo, levantándolo para que lo viera y abriendo la puerta de su recámara para salir-.

Faltando quince minutos para las cuatro de la tarde, la hora señalada para su cita con Damián, Elisa y su nana salieron de la casa. Varias cuadras las separaban de su destino, pero a las dos siempre les había gustado caminar, más por las tardes, cuando algunas románticas avenidas cubiertas de árboles eran alfombradas por los pétalos azul intenso de esas peculiares flores de un día que se desprendían suicidas y espléndidas de las ramas, cuando el sol descendía lentamente en el horizonte.

El Gran Salón Excélsior era el restaurante-café más cosmopolita de Guadalajara, único en su género, ofrecía exquisitas variedades culinarias, incluidos platillos regionales y otros mucho más elaborados. Los sábados se convertía en cabaret ofreciendo variedades artísticas para entretener a sus asiduos clientes que buscaban sana diversión nocturna degustando una exclusiva cena. Este peculiar establecimiento ubicado frente a la estación de ferrocarril era el centro de reunión por excelencia de la rancia sociedad tapatía.


Al llegar al final de la avenida 16 de septiembre vislumbraron a lo lejos a Damián. De pie, junto a la puerta de entrada, caminaba de un lado a otro, claramente nervioso, pateando de cuando en cuando una imaginaria piedra. Al girar en una de esas tantas vueltas que estaban a punto de hacer una zanja en el pavimento, se paró en seco. Del otro lado de la calle estaba su ninfa de tiernos ojos; al verla, su semblante se vio iluminado por una espontánea sonrisa, haciendo que sus expresivos ojos azules centellaran de una forma especial. Elisa no pudo contener la emoción de tenerlo en frente, su rostro se tornó sonriente y no pudo quitarle la vista de encima mientras atravesaba la calle que los separaba. Es tan gallardo, pensó en sus adentros, mordiéndose los labios y retorciendo sus dedos, ansiosa.

Cuando al fin estuvieron frente a frente, ninguno de los dos supo cómo reaccionar. Cohibidos por la presencia de la nana, se quedaron estáticos y en silencio, mientras sus ojos se decían todo aquello que sus labios no podían pronunciar.

-Sólo un ratito, mi niña –dijo su nana, sacándolos del dulce estupor en que se habían sumido-. Hago las compras de tu madre y vengo por ti para regresar antes de que Don Fernando vuelva de la oficina… No hay que tentar al diablo, donde se dé cuenta de que saliste nos arma la de Dios padre –cerró los ojos y negó con la cabeza- ¡Ay, Santísima Trinidad, ni imaginarme quiero lo que sería capaz de hacer si sabe que la ando haciendo de tu Celestina!… ¡Capaz me despelleja viva!

-¡Ni Dios lo mande, nana!… tú, tranquila, ve con calma, que yo aquí te estaré esperando.

Damián le pasó el brazo por los hombros cariñosamente a la nana de Elisa, depositando un beso en la encanecida cabeza de la señora.

-No se preocupe de más, viejita linda –le dijo con suavidad-. Yo se la cuido con mi vida, de ser necesario.

La nana se soltó furibunda, pero sonriente, este desabrido caballerito sí que adoraba a su niña Elisa y con eso ya se tenía ganado un trozo de su corazón.

-¡Más le vale, jovencito! –exclamó con falsa dureza- ¡Ah! Y viejos, los cerros, y aún así reverdecen…

Elisa y Damián rieron por la jocosa observación de la nana mientras ésta seguía su camino hacia el centro. Tenía varios encargos de Doña Eugenia, pero lo más importante que tenía que comprar eran varios pares de las novedosas medias de nylon Dupont, la marca que inventó el sintético tejido y la única que las comercializaba. En Guadalajara sólo se podían encontrar en el prestigioso almacén “Las Fábricas de Francia”, instaladas en la preferencia tapatía desde que en 1880 la inauguraron los barcelonettes. Sobra decir que la nana odiaba esas tiendas. Acostumbrada como estaba al comercio informal donde se podía aplicar el intrincado “estilo tapatío” de regateo, comprar en almacenes con precios fijos sin posibilidad de cambio era algo que la irritaba aun si el dinero no era suyo. “Voy a perder mi toque, al rato ni medio centavo lograré que me rebaje el de la leche o el del pan”… había exclamado furibunda más de una vez, después de regresar de una de esas tiendas.

Mientras se alejaba mascullando por lo bajo la incomodidad que sentía de ir a esos lugares, Elisa y Damián la miraban con detenimiento, ella aguantando la risa, porque bien sabía todo lo que su nana iba refunfuñando. Una vez que ya no divisaron más a la nana y se sintieron, ahora sí, completamente a solas, se giraron para quedar de frente, las miradas en un principio intensas se tornaron poco a poco abrasadoras, el amor que fluía entre ellos casi era palpable con las manos como si fuera una densa nube de emociones que lentamente los fue sumiendo en un mundo paralelo donde sólo existían los dos. Se tomaron de la mano y el contacto de su piel hizo sinergia en sus sentidos, haciendo explotar la chispa en sus corazones. El eco llegó a cada rincón de su ser, haciéndolos temblar. Todo a su alrededor se desvaneció en un silencio encantador, hasta que fueron abruptamente interrumpidos por la voz de un pregonero que desde su carreta, jalada por dos caballos, gritaba a voz en cuello con una tonadilla de notas bajas y alargadas que terminaban agudas:

“Eeeeeel carboooooon de puraaaaaa leñaaaaaaaaa”…

A ese entonado pregón le siguió el inconfundible silbato de escala musical ascendente y descendente con que se anunciaba el afilador de cuchillos que contrastaba armoniosamente con las chillonas bocinas de los automóviles.

-¡Sólo en Guadalajara…! –Exclamaron al mismo tiempo, entre risas-.

Sonrientes, sin romper el hechizo de su mirada ni sus manos entrelazadas, entraron en la concurrida cafetería de estilo afrancesado. Fueron directo hasta las últimas mesas, las más pequeñas y que estaban en fila junto a la ventana. Desde ahí claramente se podía admirar la agitada vida que latía en el exterior. Y es que la cotidianidad en la capital Jalisciense era digna de observar y más que nada de estudiar. Su inverosímil dualidad de ser ciudad y pueblo al mismo tiempo, le profería un aire de señora elegante viviendo en medio del campo. Por sus calles, lo mismo pasaban modernos automóviles Bugatti y Ford V8, como también circulaban acémilas de diversos tipos uncidas a carruajes, tanto de transporte de personas como de mercancías.

-Amo Guadalajara -rompió el silencio, Damián-. Tiene mucha personalidad. Aquí convergen en armonía la agitada vorágine del mundo moderno, que poco a poco se abre brecha, y la encantadora pasividad del mundo campirano, es como si viviera en una atemporalidad ajena al siglo en que vivimos.

Elisa le sonrió soñadora mientras observaba a un hombre con una canasta en la cabeza que anunciaba productos lácteos de Tapalpa: esas deliciosas cremitas en jarritos de barro y la suntuosa mantequilla envuelta en hoja de maíz. Junto a él pasaba un hombre a caballo y por la otra esquina un auto rebasaba a gran velocidad una carretilla jalada por un par de bueyes que transportaba sacos de tierra de encino, la mejor para las plantas ornamentales y para renovar las jardineras.

-El vivir, mitad pueblerino, mitad ciudadano, en la urbe luminosa y sonriente… -Exclamó absorta Elisa, frase de un libro que no tenía mucho de haber leído; la escena en el exterior se la había recordado-.

-“Las Almas Solas”, de Eduardo Correa –confirmó Damián-.

Elisa le sonrió con admiración.

-Efectivamente, la mejor descripción que he escuchado de mi querida Perla de Occidente.

-Concuerdo contigo, es casi tan poético como los versos de Pérez Velarde.

-¿Te gustan sus poemas? –preguntó, curiosa- A mí me gustan algunos, sobre todo “Y pensar que pudimos”…

-Sí, tiene un estilo especial, he leído algunos, entre ellos el que mencionas, aunque ese me parece muy triste ¿Por qué te gusta tanto?

-No sé, la verdad. Lo que expresa me hace sentir necesidad de algo que no sé siquiera que existe y que tal vez nunca tenga la posibilidad de experimentar -Hizo una pausa, mirando al infinito y cuando se percató de que Damián la observaba con detenimiento, listo para indagar más sobre sus nocivos pensamientos. Lanzó otra pregunta para mantener la conversación en el tema literario- ¿A ti cuál te agrada más?

-No sabría decirte, no soy muy afecto a la poesía, soy más de leer filosofía, principalmente de Nietzche.

-Sus libros son muy interesantes, pero si de filosofía hablamos, me inclino por Tomás Moro.

-Mmm… te diré –Ríe, Damián- Utopía es bueno, no obstante, prefiero leer a Platón.

-No puedo rebatirte ese punto, él es sin duda alguna el padre de la filosofía.

-¿Has leído sus diálogos? –Preguntó asombrado, Damián-.

-¡Por supuesto, me encantan!… Aunque lo he hecho a escondidas de mi padre, tiene la arcaica idea de que nosotras no debemos leer libros tan profundos, según él, sólo los hombres los pueden comprender, las mujeres nacieron para casarse y criar hijos…

-Mi padre es de ideas muy diferentes, nada machistas, yo diría que hasta revolucionarias; para él, la mujer tiene la misma o más capacidad intelectual que el hombre. Con mi madre siempre ha mantenido debates filosóficos al estilo socrático; es casi como una diversión, de ahí mi gusto por la filosofía.

-Mis padres con trabajo y se dirigen la palabra, tan sólo concuerdan cuando se trata de maltratarme.

La mirada de Damián se oscureció al recordar los golpes en el rostro de Elisa. Con sutileza levantó la mano y le acarició la mejilla, justo ahí donde había estado la venda, pero que ahora tan sólo era un tenue borrón violáceo casi imperceptible por completo.

-Ha desaparecido casi por completo –dijo él, casi en automático-.

-Sí, las curaciones herbolarias de mi nana son infalibles, las aprendió de su abuela…

Damián puso el dedo índice sobre los labios de Elisa para silenciarla suavemente. Había cerrado los ojos y un rictus de dolor le desfiguraba su galante rostro.

-Antes de lo que te imaginas te sacaré de esa casa. Te lo juro.

-Mi padre no lo permitirá nunca, es tan cerrado…

-Eso no me detendrá, ángel mío –la interrumpió suavemente, depositando un beso en la mano de ella, que tenía entre las suyas-. Además, tenemos el apoyo de mis padres.

-¿Se lo has dicho? –Preguntó, abriendo los ojos-.

-Sí, les he contado todo y mi padre dijo que hablaría con el tuyo para convencerlo.

-No lo conseguirá, cuando Fernando Corcuera dice algo, jamás se retracta.

-Siempre hay una primera vez. –Acotó Damián, tajante-.

Un rayito de ilusión se filtró por las rendijas del corazón de Elisa. El tono de voz de Damián le transmitió confianza; si él lo decía con tanta seguridad era porque tal vez existía la remota posibilidad de que pudiera ser. Quizá, al fin la vida le sonreiría. Miró por la ventana. Sí, era plausible, su sueño de amor con Damián aún tenía esperanza.

-Lo lograremos, ya lo verás –exclamó Damián al percibir los pensamientos de Elisa-.

Ella le sonrió soñadora, provocándole que el corazón se le encogiera. Seguía sin comprender cómo podía amarla en tan corto tiempo, pero lo hacía y profundamente. Su vida había dado un giro inesperado de 180 grados, todo lo que para él era importante había dejado de serlo, ahora tan sólo ella ocupaba sus pensamientos, había invadido su corazón, su vida y su alma por completo, y él estaba más que feliz de entregarse a ella en charola de plata.

La conversación entre ellos siguió fluyendo, haciendo a un lado el tema de su relación. No tenía caso seguir dándole vueltas a lo mismo, tan sólo les quedaba esperar los resultados del encuentro entre sus respectivos progenitores. Para distraerse de esa cuestión hablaron de todo y de nada, se enzarzaron en un nutrido intercambio de impresiones sobre filosofía, poesía y literatura que, sin darse cuenta, saltó al séptimo arte, para seguir en un intricado debate sobre política, tanto de México, como del mundo.

-Elisa -dijo Damián, tomando sus manos entre las suyas-, estoy impresionado, tu aguda manera de ver el mundo es excepcional. Tan interesado estoy en todo lo que hemos platicado que no he sentido el tiempo pasar.

-Gracias por apreciarlo, por no verme como una muñequita de aparador –le respondió ella con una sonrisa-. Contigo puedo ser yo, sin remilgos, sin poses, sin tener que ocultar que leo y que tengo una opinión propia bien definida.

-No tienes por qué darlas, ángel mío. Como te dije, crecí en un núcleo familiar con ideas muy diferentes a las del resto de la sociedad, para mí es maravilloso que seas así, odio las poses falsas y que no me discutan –le guiñó coquetamente un ojo-. Contigo jamás me aburriré, debatir sobre lo que sea se convertirá en mi deporte favorito, ya lo verás.

-¿No te importará que algunas veces yo gane? –Bromeó Elisa-.

-Al contrario. Será un dulce reto que superar.

-Entonces, ¿no encuentras irreverente que no concuerde contigo, mi futuro marido, en todo? –preguntó, guasona, pero un nudo de emoción se le instaló en el estómago al decir en voz alta “futuro marido”-.

-Claro que no… y no sabes cuánto me encanta eso de ti.

Damián susurró la última parte de su frase, ya con la mano de Elisa pegada a sus labios. Depositó en ésta un tierno beso que a ella le provocó fuertes sensaciones desconocidas, pero que le resultaron hartamente agradables. Una sutil corriente eléctrica le recorrió el cuerpo de pies a cabeza, sonrojándole las mejillas. En sus ojos brotó un fuego ardiente que no pasó desapercibido a Damián, quien clavó sus pupilas azules, igual de encendidas en las de ella. La magia los envolvió en una delicada bruma romántica que fue interrumpida por una acelerada nana Chata, que se apareció de repente junto a ellos. Estaba notoriamente alterada, su rostro desprovisto de color mostraba una profunda ansiedad.

Los jóvenes enamorados no pudieron romper el contacto visual, sus miradas seguían entrelazadas la una con la otra, pero habían cambiado: la furia impresa en la de él y el miedo palpable en la de ella. Una sola pregunta flotaba entre los dos: ¿Se habrá enterado Don Fernando, de su encuentro?

martes, 15 de octubre de 2013

CAPITULO IV primera parte




Don Fernando Corcuera del Castillo es un hombre que siempre se va a los extremos. Para él, sólo existen el blanco y el negro, la variada gama de tonos que hay entre uno y otro no figuran en su panorama; es más, ni siquiera considera el tímido gris como prospecto de algo. Si pudiéramos describirlo en dos palabras, éstas serían, sin lugar a dudas: “hipócrita” y “exagerado”. El padre de Elisa es demasiado estricto con el resto de los mortales y demasiado indulgente consigo mismo. Todos esos pecados y acciones que reprueba con tan acalorada disciplina en los demás, son los mismos, sino que peores, los que aplica a su vida con singular y oculta alegría. Delante de su familia y de la sociedad es un intachable caballero de noble cuna que cumple cabalmente con los mandamientos de la Santa Iglesia, va a misa todos los domingos y dona estratosféricas sumas de dinero a las diferentes causas altruistas que apoyan los círculos a los que su esposa acude como parte de su papel de dama de alcurnia. Ese es Don Fernando, a la luz del sol, y a la vista de todos, pero nada tiene que ver ese hombre con él que conviven los parias de los promiscuos prostíbulos  y casas clandestinas de juegos de azar que con tanta frecuencia visita el “moralista” padre de Elisa. Escudado en el anonimato que profieren los generosos sobornos con que silencia a diestra y siniestra a quienes atienden dichos tugurios, Don Fernando se siente sumamente confiado de que su doble vida no saldrá jamás al alumbramiento público, por eso no toma mayores precauciones, acude a esos lugares en cualquier momento del día, cada que siente la necesidad de escaparse de las vicisitudes de su moralista entorno cotidiano.
Ese es su talón de Aquiles, su desmesurada soberbia.
Se cree inmune, para él no hay posibilidad de ser descubierto. Cuan equivocado está. Él podrá despilfarrar los billetes que le plazca para ocultar sus canas al aire, pero siempre habrá alguien con la lengua floja y el bolsillo hambriento: unos cuantos pesos más y delata hasta la mismísima autora de sus días. Y una información así de jugosa, una vez susurrada al oído de algún ávido chismoso, no tarda en filtrarse y convertirse en un secreto a voces. El cual no es su caso, pero se le acerca mucho. Uno de los mozos de la casa de citas más popular de Guadalajara había confirmado su identidad a otro caballero de pomposo apellido, quien, al ser hermano del mismo dolor, se guardó el secreto, más no lo olvidó, nunca se sabe cuándo esa picante información puede resultar conveniente. Sin embargo, el alcohol es el mayor suelta lenguas que existe. Una noche en el Centro Turco (club de caballeros serio y respetable), unas copas más de brandy de las habituales fueron suficientes para que el secreto se le escapara. Por azares desconocidos del destino, en la mesa de junto, donde se encontraba el caballero, estaba sentado Gerald Metzger, jugando ajedrez con Warren Müller, quien en ese justo instante se había levantado a la barra a contestar un llamado telefónico de su casa, por lo que el imprudente rumor tan sólo llegó a los oídos del padre de Damián. Siendo como es, poco propenso a los cotilleos, lo dejó pasar, lo escuchó, pero no le dio mayor importancia, no era en absoluto de su incumbencia. Aunque sin saber por qué, las carrasposas palabras del ebrio caballero se le quedaron grabadas a la postre en la memoria: “Ni saben quién es un asiduo visitante del prostíbulo de Soraya, nada más ni nada menos que el ilustre Fernando Corcuera del Castillo… Tan propio y tan promiscuo al mismo tiempo”…
A pesar de que dichas palabras en su momento fueron intrascendentes para él, después de la conversación con su hijo esa mañana se tornaba valiosa, un as bajo la manga que podría significar la felicidad de Damián.

Gerald Metzger es un hombre honesto que se ha dedicado toda su vida a trabajar con ahínco para sacar a su familia adelante, lo cual ha conseguido más allá de sus expectativas. En las diferentes facetas que le toca vivir siempre se conduce con total propiedad y decencia, pero principalmente con buen juicio. Es un caballero de verdad en todo los aspectos de su vida. Un esposo amoroso, un padre ejemplar, un jefe magnánimo, un amigo fiel y un negociante escrupuloso. Jamás ha tenido que recurrir a argucias de ninguna índole para conseguir sus propósitos, sus acciones son transparentes e intachables, quien lo conoce sabe que su palabra vale lo mismo que un contrato firmado. Si él se compromete a algo, lo cumple sin chistar. En toda su vida jamás ha ensuciado su nombre con juegos sucios, pero ahora, muy a su pesar, tal vez tenga que echar mano de uno de los peores que existen: el chantaje. No es una acción para vanagloriarse, pero si la felicidad de su único hijo depende de ello, él no se tentará la conciencia, como reza el más famoso principio de Maquiavelo: “el fin justifica los medios”.

Con el ácido sabor que provoca la probabilidad de realizar una acción contraria a los principios, pero necesaria para conseguir el bienestar de un ser amado, Gerald Metzger llegó a las oficinas de Don Fernando Corcuera. No tiene intención alguna de presentarse con dicho ardid por delante, él va con el firme propósito de mantener un diálogo conciliador que converja en un acuerdo que permita la feliz unión de su hijo con la jovencita hija de Don Fernando. Se anunció con la secretaria, quien le indicó que esperara unos minutos. La cuarentona señora de rígida actitud se perdió en una elegante puerta de madera que es casi imperceptible a la vista, ya que la pared entera está forrada con el mismo detalle ebanista. En lo que esperaba, Gerald recorrió con la mirada, la lujosa sala de espera de las oficinas de los Corcuera. Decorada con extremo lujo, el espacio rezumaba ostentación por todos lados: frente al escritorio de la secretaria, dos sillones estilo barroco estaban dispuestos para que los visitantes pudieran esperar a ser atendidos. En medio de ellos resaltaba una estilizada mesita de madera con cristal biselado sobre la cual estaban prolijamente acomodados los diarios del día, tanto locales como nacionales. Gerald Metzger tomó un ejemplar y lo hojeó distraído para matar el tiempo. Pasados algunos minutos la puerta delante de él se abrió y de ella salió la misma petulante secretaria avisándole que ya podría entrar. El despacho privado de Don Fernando era aún más grande, pero decorado bajo el mismo estilo lujosamente presuntuoso que el resto del edificio. Un enorme escritorio de caoba con elaborados trabajos de ebanistería se erguía orgulloso en medio de la oficina, delante de él se encontraba el padre de Elisa, dándole la bienvenida a su inusual visita.



-Buenos días, Fernando –lo saludó Gerald Metzger, formalmente, dándole la mano y haciendo un gran esfuerzo por no denotar el desprecio que sentía hacia su interlocutor; lo que Damián le contó esa mañana aún lo tenía con un muy mal sabor de boca, su alto sentido del decoro no concebía el maltrato a la mujer, menos cuando ésta era la hija del verdugo que la golpeó-.

El padre de Elisa le respondió el apretón de manos con igual firmeza, sonriendo campechanamente. Su estado de ánimo se había mejorado muchísimo después de la temprana visita que había hecho a la casa de citas de su preferencia, el desfogue que le profirió lo dejó de buen talante.

-¿A qué debo el honor de tu visita, Gerald? –Respondió a modo de saludo- Nos hemos visto en innumerables reuniones, pero creo que la última vez que estuviste por aquí fue hace…

-Nunca antes había estado en tus oficinas, Fernando –lo interrumpió Gerald, cortesmente-.

-¿En serio? Tenía la idea de que sí, pero en fin, hombre ¿Qué te ha traído por aquí? –Inquirió con recelo- Debe ser algo muy importante para llegar tan intempestivo y sin cita previa…

Gerald Metzger notó la molestia oculta en el tono de voz cordial de Fernando Corcuera. Se había saltado el protocolo de concertar cita con su secretaria con mínimo una semana de antelación, o por lo menos anunciar su visita desde el día anterior mediante el envío de su tarjeta de presentación y una breve descripción del asunto a tratar. Pero no había tiempo para formalismos, debía enfrentar el caso cuanto antes y decidió saltarse tales etiquetas.

-Te ofrezco una disculpa por mi imprudencia, pero el asunto a tratar es demasiado imperioso para cumplir las formas acostumbradas –acotó con elegancia-.

-Debe ser algo demasiado importante, así que tienes toda mi atención –exclamó Don Fernando con curiosidad-. Toma asiento, por favor –dijo, señalando un enorme sillón color vede jade, de una pequeña sala para reuniones informales frente a su escritorio.- ¿Gustas un café o…?

-Coñac, si tienes –se adelantó Gerald, necesitaba algo fuerte-.

-¿Tan fuerte en la mañana? –exclamó don Fernando acercándose a un enorme librero de caoba oscura donde al jalar una manigueta, una puerta horizontal se deslizó hacia abajo, descubriendo un elegante y bien surtido bar. Tomó un par de copas de cristal achaparrado y ancho, sirviendo el ambarino líquido de una licorera de fina estampa- De verdad es seria la cuestión, así que te acompañaré con uno.

Don Fernando Corcuera se arrellanó en el sillón de una sola plaza acomodado en un ángulo recto perfecto al de donde se encontraba Gerald Metzger. Se inclinó hacia adelante y de una cajita de brillante madera fina labrada sacó un habano, con delicada destreza cortó la punta y acercando la llama del encendedor de plata que sostenía en la mano dio un par de aspiraciones para soltar una bocanada. Tirándose hacia atrás se cruzó de piernas, se llevó la mano a la barbilla y miró con firmeza a su inusual visitante.

-Entonces, ¿qué es eso tan importante? –Preguntó con extremo cuidado, ocultando su creciente curiosidad-.

Gerald Metzger se aclaró sonoramente la garganta, no era de los que se andan por las ramas a la hora de decir las cosas, así que sin mayor preámbulo fue directo a la importante cuestión que lo había llevado a hacer una visita tan imprudente.

-Se trata de mi hijo… y tu hija. –Espetó sin mayor rodeo-. Se conocieron en la fiesta de los Fernández del Valle…

-Así que el mercachifle ese que ultrajo a Elisa es tu hijo –masculló con un dejo de desprecio en la voz- ¿A qué vienes? ¿A defenderlo acaso?

Gerald se obligó a templarse el ánimo. No valía la pena sulfurarse por un comentario tan insulso, que de sobra sabía era con la intención de molestar, no caería en sus provocaciones, tenía un solo propósito y a ese se iba a avocar.

-No hubo tal ultraje y mi hijo no es ningún mercachifle –aclaró con autoridad-. No he venido a defender a nadie sino a que lleguemos a un acuerdo, los muchachos están enamorados y creo que nosotros…

-¡Ah, ya veo!… Deseas que unamos fuerzas para separarlos –aguzó la mirada-, siendo así cuenta con todo mi apoyo.

-Te equivocas rotundamente, Fernando –dijo con firmeza-. Mi propósito es precisamente el contrario. He venido a solicitar tu autorización para que Damián pueda visitar a tu hija y en un tiempo prudente anunciar su compromiso…

Fernando Corcuera soltó un bufido de molestia, no le agradaba el cariz de la conversación, creyó que Gerald estaría de su lado, que también encontraría descabellada dicha unión. Según él había escuchado alguna vez, los alemanes tan sólo se casan entre ellos. Con aguda mirada observó a Gerald, tal vez lo había sobreestimado y no era más que un advenedizo alemán con ansias de mezclarse con sangre de abolengo para escalar posiciones en los cerrados círculos sociales de Guadalajara.

-¿Y tus prejuicios nacionalistas dónde los dejas? –Arremetió con dureza-. Según tengo entendido, ustedes sólo se casan con mujeres alemanas ¿Por qué ahora tan flexible ante eso?

-Qué bien enterado estás de nuestras costumbres –respondió con sarcasmo-. Sólo que ignoras que no es una ley obligatoria, tan sólo una preferencia, nada te obliga a cumplirla.

Don Fernando sonrió con marcada ironía.

-Y supongo que podrás pasarla por alto ante la perspectiva de un matrimonio tan conveniente…

-Por prudencia ignoraré tu comentario tan malintencionado –sentenció benevolente Gerald, aún con esperanza de poder ser conciliador-. Si estoy interesado en esa unión, no es por los beneficios que según tú pueda traerme, sino porque me importa la felicidad de mi hijo, él y Elisa están enamorados.

-Esas son fruslerías insustanciales –resolló Don Fernando, con rabia contenida -. Sandeces que tan sólo interesan a las damas.

-¿Para ti, el amor es una nimiedad? –inquirió Gerald, circunspecto-.

-Por supuesto, el amor es un invento de los ridículos escritores, poetas y artistuchos de quinta categoría. –Expuso con voz gélida- Me sorprende que tú, Gerald, un hombre tan culto y letrado, si quiera lo considere como opción de algo.

-Para ti, ¿por qué se casa la gente? –Preguntó Gerald, ignorando el último comentario de Don Fernando-.

-Por qué más va a ser, por conveniencia –dijo sin ninguna consideración-. Mi hija se casará con quien yo decida, su matrimonio deberá procurarme algún beneficio, si no de qué me sirvió mantener una hija tantos años, algo a cambio debo obtener.

Gerald Metzger estaba sorprendido ante la falta de sentimientos del padre de Elisa, después de semejante demostración de prepotencia se percató de que tendría que coaccionarlo para que aceptara la unión de los jóvenes, precisamente lo que había tratado de evitar. Ilusamente había pensado que lograría razonar con Don Fernando y después de un intercambio de impresiones conciliarían a favor de Damián y Elisa. Cuan equivocado estaba, la intransigencia de ese hombre no conocía límites. Aún así decidió tratar una última vez, apelar a su inexistente conciencia, cabía la posibilidad que le quedara algo de ella.

-¿No crees que eso es algo muy injusto de tu parte? –espetó cuidadosamente- ¿No te preocupa acaso la felicidad de tu hija? Un matrimonio por conveniencia la haría desdichada toda su vida…

Don Fernando Corcuera se echó una sonora carcajada que estremeció a Gerald, quien lo miró con creciente desprecio… ¿Apelar a su conciencia? ¡Ese hombre no tiene!

-La felicidad de mi hija me tiene sin cuidado… y a ti tampoco debe importarte –soltó entre dientes, poniéndose de pie- Te acompaño a la puerta.

Gerald no se movió ni un centímetro. Con toda la calma del mundo señaló el asiento de donde se acababa de levantar su interlocutor, quien con notado fastidio se sentó de nuevo.

-No creo que tengamos nada más de que hablar –espetó Fernando Corcuera- Todo se ha dicho y tu visita ha sido inútil, así que no veo el caso de seguir con el tema…

-Te equivocas, Fernando –aclaró cortante-. Todavía no se ha dicho todo…

-No creo que haya algo que agregar, el tema está zanjado, Gerald –dijo tajante y se acomodó en la orilla de la silla-. Al menos, claro, que tengas intención de declamar o conversar de cursilerías baratas –se mofó con acidez-.

Gerald notó el iracundo sarcasmo y sonrió para sí, sin darse cuenta don Fernando se había enterrado solo, su nefasta actitud borró de golpe y porrazo la inmerecida consideración que Gerald Metzger le estaba teniendo. Después de ese irritante despliegue de despotismo no le había dejado otra salida más que echar mano del ardid filoso que había esperado no tener que utilizar.

-Todo depende de tu definición de cursilería, Fernando –sonrió, sardónico-. Si así llamas a tus subrepticias visitas a los antros de perdición de Guadalajara, pues sí, hablaremos de cursilerías.

El rostro de Don Fernando se desfiguró en un rictus indefinible, el color se le evaporó del rostro y su prepotencia se chocó contra el muro de su infame realidad: lo habían pillado en flagrancia. De pronto se sintió acorralado, pero aún así no bajó la guardia, asiéndose a un último recurso como si fuera una tabla de salvación, trató de responder lo más dignamente posible, la estocada de Gerald Metzger.

-Me parece buen tema –respondió con fingida compostura-. Supongo que para conocer la existencia de dichos lugares y mis asiduas visitas debes acudir continuamente a ellos, ¿cuál es tu preferido, querido amigo, Gerald? –escupió virulento-.

-Ninguno, amigo –dijo, haciendo énfasis en la última palabra-. No conozco ni sus nombres, yo sólo visito los clubes respetables, como el Centro Turco, donde, por cierto, escuché de boca de otro caballero tus andanzas por esos tugurios de mala muerte.

La fabricada sonrisa de Don Fernando Corcuera se borró de tajo. No tenía mayor argumento para rebatir, se encontraba entre la espada y la pared, tan sólo le quedaba un recurso plausible, el cual dudaba fuera fiable, pero al menos lo intentaría.

-No puedo refutar más, me has atrapado. Tú di la cantidad y yo firmo el cheque.

-Guárdate tus millones que no los necesito, Fernando –le espetó Gerald, con superioridad -. Mi silencio no tiene precio monetario… Creo que bien sabes a qué me refiero.

-Por supuesto… mi consentimiento.

-No, si inteligente sí eres, tan sólo te faltan sentimientos –acotó con dureza-. Efectivamente, eso cuesta mi silencio, tu total aceptación al noviazgo de Damián y Elisa, porque no sólo darás tu consentimiento para el matrimonio, sino que los apoyarás… Y nada de argucias para separarlos. Un paso en falso y la sociedad entera de Guadalajara se conocerá tus dudosas aficiones.

-Si no hay más remedio –zanjó Don Fernando, secamente- Así será. Les espero a la noche a ti y a tu hijo para fijar los términos.

Emitió su última frase ya de pie junto a la puerta de su despacho abierta y haciendo un ademán para indicar la salida; prácticamente estaba corriendo a Gerald Metzger, lo cual a él, lo tenía sin cuidado, había logrado su cometido. Damián y Elisa podrían iniciar una relación y prontamente un compromiso, su hijo sería feliz y esa jovencita se alejaría de las infames garras de su padre.

-Hasta la noche, Fernando…

Se despidió con mucha educación, pero sin ocultar su sonrisa. Había ganado la partida. Jaque mate al Rey, la princesa sería libre.


Unas horas más tarde, ajena al acuerdo conciliado entre su padre y el de Damián, Elisa caminaba de un lado a otro de la habitación. Sus encrespados nervios no le permitían mantenerse quieta ni por un segundo. Se jalaba uno a uno los dedos de una mano hasta tronarlos; cuando arremetía con los cinco continuaba con la otra, un movimiento inconsciente que siempre hacía cuando se encontraba ansiosa. Y es que no era para menos su visible tensión, su nana estaba hablando con su madre en ese mismo instante, solicitándole su autorización para que la joven la acompañara a hacer las compras que la misma Doña Eugenia le había encargado a la nana. No creía posible que su madre consintiera que saliera, su madre jamás contradiría las expresas órdenes de su padre, quien la había condenado a confinamiento sin tregua hasta nuevo aviso, ni siquiera había permitido que le llevaran alimento alguno. Sin embargo, motivada por la fuerza del amor, conservaba vivo ese débil rayo de esperanza que se le instaló en el corazón y el cual le mantenía el alma en un hilo mientras esperaba el resultado de las pesquisas de su nana.

No era salir de compras lo que ella ansiaba, eso tan sólo era una fachada para las verdaderas intenciones de su salida. Y, por supuesto, el nombre de Damián estaba inmerso detrás de esa coartada. En la mañana, su nana se lo había encontrado fuera de la casa, agazapado y esperando una oportunidad para hablar con ella. Gracias a la Divina Providencia nadie lo vio más que su querida nana, quien sostuvo una breve conversación con él. Damián le suplicó que lo ayudara a concertar una cita con Elisa, y la nana Chata le había dicho que las esperase a las cuatro en el Gran Salón Excélsior. Ese era el motivo real de su tormento, deseaba verlo con todas sus fuerzas, hablar con él, según había dicho tenía noticias importantes que comunicarle, que obviamente eran referente a ellos y su futuro… ¿Cómo podría estar tranquila? ¡Imposible! Hasta la mujer más ecuánime sucumbiría a un ataque de nervios ante la perspectiva de una cita a escondidas con el hombre de quien estaba enamorada. Sólo que tuviera atole en las venas tendría sosiego.

La puerta se abrió de golpe y la nana entró, cerrándola tras de sí. Elisa le estudió el rostro, buscando indicios de algo, pero estaba tan ofuscada que no fue capaz de dilucidar una respuesta coherente, la siempre transparente faz de su nana le pareció todo un misterio en ese mismo instante.

-¿Y bien? ¿Otorgó su autorización mi madre? –preguntó más ansiosa de lo que pretendía sonar-.

-Ay, mi´jita… Ya sabes que tu señora madre es un hueso muy duro de roer –declaró sin ningún tipo de emoción en la voz-.

Elisa dejó salir el aire bruscamente, ni cuenta se había dado de que lo estaba sosteniendo firmemente dentro de ella. Se dejó caer, vencida, en la orilla de la cama. Qué dura era la realidad, se había permitido soñar con una posibilidad y había sido devuelta de un tremendo zamarrazo. Ya debería estar acostumbrada, la felicidad no se había hecho para ella.